COLOMBIA: ƑESCALADA O PAZ?
La áspera visita a Colombia del general Barry McCaffrey -jefe estadunidense del combate al narcotráfico-, las revelaciones sobre presuntos actos de espionaje en contra de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia realizados por Washington, y los sangrientos atentados perpetrados recientemente por la guerrilla, han provocado el estancamiento de las negociaciones de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y los insurgentes, y avivado los temores sobre una posible intervención militar de Estados Unidos con el pretexto de frenar el cultivo y el tráfico de drogas, pero abocada realmente a abatir a los grupos guerrilleros.
McCaffrey acusó recientemente a las FARC de ser una narco-guerrilla -afirmación que fue rechazada por Pastrana- y, con ello, dejó traslucir la intención estadunidense de asociar a los rebeldes colombianos con el tráfico de enervantes, para justificar una escalada militar que no sería otra cosa que una inaceptable operación de contrainsurgencia, opuesta a los esfuerzos de paz y violatoria de la soberanía de Colombia y del derecho internacional.
Ciertamente, para nadie es un secreto que tanto los grupos guerrilleros como los paramilitares y el ejército colombianos han mantenido durante años relaciones directas o indirectas con los narcotraficantes. La guerrilla recluta sus combatientes entre las víctimas de los grupos paramilitares y de la violencia endémica de los terratenientes y entre los numerosos colombianos descontentos y empobrecidos por la crisis económica, por el desempleo (que alcanza a casi un quinto de la población económicamente activa) y por la notoria corrupción e ineficiencia del aparato estatal. Los escuadrones paramilitares, por su parte, colaboran frecuentemente con el ejército en la represión de movimientos sociales y sindicales de todo tipo, mientras todos -guerrilleros, militares, paramilitares- tienen contactos y connivencias con los narcotraficantes, que pagan por su protección a unos y a otros, a veces al mismo tiempo, y cuyos dineros fomentan el tráfico de armas.
De este modo, la crisis social alimenta la violencia y ésta, en una espiral terrible, agrava tanto aquélla como la inestabilidad política. Por añadidura, aunque el gobierno de Pastrana cree en el diálogo de paz y goza en ese esfuerzo del respaldo de la mayoría de la población, cuenta con estrechos márgenes de maniobra política y debe enfrentar las resistencias de importantes sectores castrenses -decididos a someter militarmente a la guerrilla- y contener las pretensiones injerencistas de Estados Unidos.
Mientras tanto, las FARC prosiguen con su peligrosa y cruenta ofensiva -ya sea para negociar desde una posición de fuerza con el gobierno o para alcanzar una victoria que parece inviable-, y algunos importantes mandos del Ejército no ven con malos ojos la participación de las fuerzas armadas estadunidenses en operaciones de contrainsurgencia.
En este difícil escenario, tal parece que sólo si la sociedad colombiana consigue impulsar a los diferentes actores del conflicto hacia una solución negociada -que conduzca a una paz justa y duradera- será posible que en Colombia se despejen los riesgos de un escalamiento de la guerra, se dé comienzo a la reconstrucción económica y a la reconciliación social, y se prevenga cualquier tipo de intervención extranjera que vulnere la soberanía y la independencia de esa hermana nación.