Magdalena Gómez
Gobernación y Albores: ¿quién decide?
La aprobación de reformas para crear nuevos municipios y la promulgación de una ley indígena forman parte de la estrategia oficial para consolidar ``la chiapanización del conflicto armado'', intención que fue derrotada en 1996 por los zapatistas cuando la delegación gubernamental argumentaba que si el conflicto era local y sólo en once municipios, los acuerdos deberían tener ese rango. Es indudable que la trascendencia de los acuerdos de San Andrés está en su alcance nacional porque su contenido requiere un techo constitucional por la más elemental de las razones de técnica jurídica ligada a la posibilidad de incidir, a partir de ella, en la naturaleza del conjunto del orden jurídico vigente.
¿Qué significado tiene incluir en la legislación local que ``se reconoce, en el ámbito de la competencia estatal, el derecho a la libre determinación y la autonomía de los pueblos indígenas chiapanecos, en toda su amplitud política, económica, social y cultural, fortaleciendo la soberanía, democracia y los tres niveles de gobierno, en el marco de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y la particular del estado''? Más aún si luego se traduce en un catálogo de reiteraciones de normas ya existentes o programas y no en facultades y competencias para ejercerla. Sirve, eso sí, para la campaña de desinformación como también lo hace el condenar a actores materiales de la masacre de Acteal y no tocar a los intelectuales.
Al margen de las innumerables irregularidades jurídicas y del fenómeno del vaciamiento de los conceptos que fundamentan el derecho indígena, hay que anotar que su trivialización, la presencia masiva del Ejército y las constantes y activas provocaciones del último de los interinos dejan sin materia la posibilidad de reanudar el diálogo a corto plazo.
A la declaración reciente de Francisco Labastida, ex secretario de Gobernación, en el sentido de que no hay nada que hacer en Chiapas hasta después del 2000, le faltó aclarar que nada hay que hacer por la paz porque están haciendo, y mucho, por la guerra, por la más peligrosa de las guerras que es la confrontación del pueblo contra el pueblo. Paramilitares y ``desertores zapatistas'' son también víctimas propiciatorias de una confrontación orquestada y consciente como lo son las comunidades que están construyendo una economía artificial a partir del pago que reciben por servicios y venta de víveres a miembros del Ejército o de la obtención de apoyos económicos a proyectos que ahora concentrarán para los nuevos municipios.
Los hechos hablan así de contrainsurgencia y no de voluntad de paz. En este clima, nos preguntamos si el nuevo secretario de Gobernación avala ese tipo de medidas en contra del mensaje de buena fe que podría sugerir su trayectoria o si estamos ante una estrategia definida desde el Ejecutivo federal con respaldo del Ejército, ante la cual el encargado en turno de la política interior no tiene margen de maniobra. Su público silencio no es superado por las expresiones genéricas que ha referido a Chiapas, las cuales requieren hechos porque en el discurso son similares a las de sus predecesores. También debemos plantearnos si el régimen ya agotó los márgenes internos que antaño utilizaban los funcionarios priístas menos conservadores.
Toda esta situación se acompaña de la preparación de la maquinaria para impedir el desarrollo de una contienda electoral democrática en la entidad chiapaneca. Las denuncias de intervenciones de priístas en el contexto de la elección local del PRD anuncian que esta guerra incluye a Pablo Salazar. La reactivación del fenómeno de las expulsiones contra creyentes evangélicos tampoco es ajena al impacto que en este sector tiene la propuesta del senador independiente.
Ese es el escenario que las fuerzas nacionales que luchan por una coalición opositora deben considerar y atender antes de que sea demasiado tarde. Chiapas puede ser el laboratorio del régimen priísta para abortar la transición democrática en nuestro país.