Tal vez en ninguna otra área de la vida pública ha sido más evidente el efecto pernicioso del liberalismo primario de nuestros tecnócratas que en la agricultura mexicana. En todas las ramas agrícolas se vive una crisis general que en varios casos es la peor de la historia. Ejemplo paradigmático de esta situación es la cafeticultura. Desde la desaparición del Inmecafé en 1993, esta actividad ha venido sufriendo un continuo deterioro productivo y financiero. Los pequeños productores (más de 270 mil familias, de las cuales más del 80 por ciento son indígenas), han recurrido frecuentemente a la movilización para exigir una política cafetalera que permita resolver, así sea parcialmente, la problemática social en que se ven envueltos. El pasado lunes, en Jalapa, los productores asociados en el Consejo Regional de Coatepec llevaron a cabo una gran demostración con tal propósito.
Esto no debería ser así. El café es un producto de exportación, los productores de café son los mejor organizados de toda la agricultura mexicana, y en teoría existen instancias de diálogo y concertación intersectorial. En el Consejo Mexicano del Café concurren el gobierno federal (con tres secretarías) y los estatales, las representaciones de los productores grandes, medianos y pequeños, los exportadores y los industrializadores del café. A su vez, en cada uno de los estados productores del aromático existen Consejos Estatales del Café, que asumen la responsabilidad de ejecutar los acuerdos del Consejo Nacional y de resolver problemas específicos de las entidades.
Sin embargo, la increíble ignorancia de los funcionarios de la Secretaría de Agricultura en materia de café, las contradicciones que con frecuencia caracterizan sus relaciones con las de Hacienda y Comercio, y las diferencias entre productores, comercializadores e industrializadores, han impedido que se consense una política nacional en esta área. En consecuencia, México sigue fuera del único cártel de productores de básicos que queda en el mundo: la Organización Mundial del Café; no se tiene una política de financiamiento coherente y realmente operativa para los pequeños productores; se ha permitido que el mercado nacional sea controlado totalmente por las cinco grandes transnacionales de la rama, con terribles consecuencias en términos de precios a los productores, y las empresas industrializadoras reclaman la libertad de importar café dañado de otros países para deprimir aún más el precio interno. Se ha permitido (por omisión) que la calidad del café mexicano decaiga y se le castigue de una manera abusiva en la Bolsa de Nueva York. La falta de regulación en una rama caracterizada por dramáticas alzas y caídas de precios impidió que se formara un fondo de compensación que le permitiera a los productores aceptar descuentos en épocas de precios altos y recibir compensaciones en épocas de precios bajos, tal como sucede en los demás países productores. La indecisión gubernamental se ha traducido en la ausencia de una política nacional que permita el control de plagas, la renovación de cafetales y el adecuado desarrollo de las labores culturales, todo lo cual ha redundado en pérdida de producción y de calidad. Los escasos apoyos a los productores llegan con retraso de meses. En los estados, los gobernadores con frecuencia utilizan los Consejos Estatales con fines clientelares o cambian radicalmente sus políticas, como en Oaxaca.
Desde hace años, la iniciativa de proponer nuevas políticas para el desarrollo del sector pertenece a los productores. La Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC), la más importante de las organizaciones independientes, ha sido especialmente activa en la búsqueda de una verdadera política cafetalera nacional. El Consejo Regional de Coatepec es, por otra parte, un ejemplo inédito de cooperación entre pequeños y medianos productores, de pluralidad política y de capacidad técnica y administrativa desarrollada desde abajo. Estos grupos, que saben que con una inversión pequeña y con un poco de imaginación los problemas podrían resolverse, ven que los recursos de la nación se malgastan en rescates bancarios y que sus ideas no son apoyadas por el gobierno.
La cafeticultura nos enseña que el liberalismo fundamentalista que practican nuestros tecnócratas no solamente es irracional en términos económicos, sino que genera una gran injusticia social, desaprovecha el potencial productivo y la capacidad organizativa de los productores y abre las puertas a la incontrolada explotación de parte de las grandes empresas transnacionales. Es urgente revertir esta política suicida cuyo efecto puede ser el colapso de toda una rama de la producción y la acentuación de la crisis social.