La Jornada miércoles 1 de septiembre de 1999

Luis Linares Zapata
Política y televisión

Las grandes cadenas televisivas de México han pasado por un intenso periodo de ajuste que ya se alarga varios años. Para Televisa ha sido uno de los reacomodos entre sus accionistas y de concentración de sus recursos en lo que es la base de su negocio: la televisión abierta. Ha tenido que liquidar sus desperdigadas posesiones para hacer frente a los retos de la competencia por el auditorio (rating), es decir, la disputa por el mercado de la publicidad. Para lo cual se obligó, de manera paralela, a un programa de austeridad intentando adelgazar su notoria obesidad, fruto del dispendio y la arrogancia de otras épocas.

La privatización, como agente que propició la aparición de un rival comercial de tamaño considerable, la profunda crisis económica del 95 y el retiro de los abundantes gastos y subsidios gubernamentales, marcaron el fin de una era. Yates, aviones al por mayor y de gran lujo, gastos sin control por doquier, miles de empleados sobrantes, inversiones desmesuradas en cuanto negocio paralelo se le presentaba, desproporcionados salarios a sus ejecutivos favoritos, regios cotos de poder interno y hasta abierta corrupción, levantaron un reto monumental para una administración novel. Televisa tiene aún muchos rasgos de empresa familiar, pero ya ha sido tocada por los patrones del mercado de valores (el estadunidense sobre todo) lo que le impone límites antes insospechados. Aunque sus empresas aún precisan de mayores recortes que afinen la productividad, varios indicadores apuntan hacia la salida.

Televisión Azteca tiene otra historia. Todavía no parece recuperarse del golpe propinado a su eufórico éxito de inicio. El brinco del noviciado a la fama se juzgó como un transcurso obligado por la reserva de talento disponible para las buenas y las maduras. No fue así. La aceptación de su oferta televisiva, después de un repunte momentáneo, cayó estrepitosamente. El cambio brusco de la paridad cambiaria puso su cuota, y los pasivos en dólares la castigaron. El apresurado programa de expansión tuvo que ser detenido y aun recortado. La escasa confiabilidad del mercado en las inversiones y negocios relacionados (Unefon) de su director son otro más de sus problemas y no tardó en ocasionar serios daños al valor de sus acciones.

Pero ambas televisoras tienen, delante de sí mismas, el que puede ser el mayor de sus dolores de cabeza: la lectura y adaptación a los cambiantes tiempos nacionales. Y esto habla de varios aspectos concomitantes. Unos para modular sus relaciones con el poder y con las múltiples formas de la sociedad. Otros se los plantean segmentos del mercado, abiertos a la competencia de las televisoras locales o con alcances específicos. O esos otros más que se conforman a partir del sentir de su auditorio, al menos de una parte sustantiva: el que las acredita o desautoriza a ser educadoras, proveedoras de información o guías de la llamada opinión pública.

Ejemplos de lo anterior son asequibles, a pesar de que sus implicaciones no han sido suficientemente exploradas, el descrédito que acarrean ya puede apreciarse con nitidez. El caso del conflicto en la UNAM es sólo uno de ellos. En él, la parcialidad adoptada por ambas cadenas televisivas es notable tanto para privilegiar al oficialismo gubernamental o de rectoría, como para despreciar a la universidad pública y al universitario, sobre todo al que sostiene la huelga. La intensidad difusiva ha sido inmisericorde para desacreditar toda forma de disidencia y desorientar al telespectador. Las razones profundas del problema se transmutan en la pantalla por inconsecuencias de radicales. Los costos se exageran, multiplican y trivializan. Los desplantes histriónicos de iracundos profesores demandantes de castigos en tribunales reciben generoso seguimiento. Los trabajos y posturas del CGH son ignorados y la huelga deviene en un absurdo que nada positivo aportará. La factible transformación de la UNAM como activo y pilar de la modernidad democrática y la soberanía informativa o científica nacional, la emergencia de la comunidad universitaria, la defensa de la educación gratuita y para todos, la reciedumbre de la movilización estudiantil, son temas que han pasado de manera irrelevante por sus noticieros. El análisis y el comentario sensible al cambio, a la complejidad de las aspiraciones y el balance de actores y posiciones han quedado confinados, como excepción afortunada, a las pantallas del Canal 40 del DF, que así gana en confiables intenciones y credibilidad.

Y por si ello no fuera suficiente, la súbita aparición de la televisión como un campo de batalla electoral tendrá efectos imprevistos para todos. Trátese de partidos, empresas, autoridades, de leyes, organismos sociales y políticos o simples ciudadanos. Las consecuencias del uso y el desuso de los mensajes, sus impactos en los núcleos de poder, la imagen de los gobernantes y en la conciencia y libertad de los votantes, la sitúa en el ojo del huracán que toca la actualidad de la nación. Ya se verán las consecuencias de ello en el futuro cercano.