Helder Camara, el más blanco de los obispos de Brasil, vestía de negro y le decían rojo. Los pobres le creían ``santo'' y los ricos ``comunista''. Pero él ni siquiera fue ``teólogo de la liberación'' sino el más fiel observador de la encíclica Pacem in Terris, del papa Juan XXIII (1963). Pureza, seriedad y coraje. Y por sobre todo, inequívoco compromiso terrenal: hacer de la Iglesia católica una institución consecuente con el verbo que la justifica.
Nacido en el seno de una familia de clase media baja (Fortaleza, Ceará, 1909), cinco de sus hermanos murieron, aún niños, como todavía mueren a diario los niños del nordeste brasileño, por disentería y falta de cuidados. A los 22 años el joven Helder quiso cambiar el mundo y, de la mano del obispo de Ceará, entró por la puerta equivocada. Adhirió al movimiento fascista ``Acción Integralista'' hasta que el cardenal Leme, de Río de Janeiro, lo convenció que éste no era el camino.
Los pueblos del nordeste brasileño, descritos por el sociólogo Josué de Castro en Geografía del hambre (1949) y Guimaraes Rosa en Gran Serton: Veredas (1956), acaso la mayor novela latinoamericana (de nervio similar al que diez años después anima a Gabriel García Márquez en Cien años de soledad), fue el mundo de Don Helder.
En 1956, Helder Camara jugó un papel destacado en la Conferencia de Obispos y en 1958 apoyó a las Ligas Campesinas de Francisco Juliao, que movilizaron a los trabajadores rurales para conseguir una reforma agraria radical.
Atento a la evolución cultural, defendió las actividades del Cinema Novo, en particular los filmes que trataban la realidad del nordeste, y cerró filas con cineastas como Glauber Rocha al decir que no encontraba ``la menor coincidencia entre los valores del pueblo brasileño y los de una intelectualidad elitista y alienada''.
Cuando en 1964 las Fuerzas Armadas dan el golpe que sepulta a Brasil en una dictadura de 21 años, Helder Camara permanece en su pequeña ``iglesia das fronteiras'', allá en Recife, donde hay zonas que sería simplista definir como subdesarrolladas o prehistóricas porque los hombres son felices si encuentran restos de comida en la basura.
``Y a esas gentes ¿qué quiere que les cuente yo? ¿Qué tienen que sufrir para ir al paraíso? La eternidad empieza aquí en la tierra, no en el paraíso'', confiesa a la periodista Oriana Fallacci en 1970. Sin embargo, no colgó los hábitos, como el cura guerrillero Camilo Torres. Pero tampoco cayó en la trampa de la ``justicia como ecuanimidad'' y los ``contratos sociales'' vagamente racionales sobre un tipo de justicia que ahora llaman ``equidad''.
En la entrevista, Helder Camara se mostró partidario del ``...socialismo de justicia y el derecho de tener rostros diferentes, cuerpos diferentes, voces diferentes y cerebros diferentes para que cada uno reciba lo esencial para vivir, siendo distinto...
``Lo peor --dijo-- es el silencio de la prensa, de los ciudadanos y la debilidad de nosotros los cristianos, demasiado habituados a inclinarnos ante el poder y las instituciones o bien, acostumbrados a callar... Yo, como religioso, no puedo aceptar ningún tipo de violencia. Pero yo detesto a quien permanece pasivo, a quien calla y amo sólo a quien lucha, a quien se atreve.
``Las religiones están en deuda con la humanidad pero la deuda más grave la tienen los cristianos, y entre ellos los católicos... Somos nosotros, los sacerdotes, los responsables del fatalismo con que los pobres se han resignado siempre a ser pobres, y los pueblos subdesarrollados a ser pueblos subdesarrollados... Yo, al cielo, quiero enviar hombres, no despojos. Y mucho menos despojos con el estómago vacío y los testículos machacados''.
Helder Camara dormía rodeado de gallinas que lo alertaban de quienes iban a ponerle bombas, o se acercaban para dispararle con metralla o escribían en color sangre ``Morte ao bispo rosso'' los muros de la iglesia, a los que repintaba una y otra vez con manos de cal. Todos los días recibía insultos y amenazas de muerte por teléfono.
--``¿Y por qué contesta usted?'' --, pregunta Fallacci.
--``Porque responder al teléfono es mi deber. Si me enojase con los hombres sería un sacerdote con el fusil a la espalda, que yo respeto mucho, pero no es mi elección. Podría ser cualquiera que se sintiera mal, que me necesitara, que pidiese ayuda. Soy un sacerdote, ¿si o no?''.