Margo Glantz
En las alturas de Machu Picchu

Es 17 de agosto, hace un tiempo espléndido y soleado; inesperado en invierno y sobre todo en una ciudad acosada por una llovizna pertinaz, la garúa, nombre tan nostálgico como la saudade. Sí, estoy en el aeropuerto de Lima la horrible que a mí no me lo parece tanto. Y espero medio dormida a que Carmen Boullosa y su hijo (el maravilloso Juanito, con su pelo teñido de blanco y sus ojos azules bien abiertos) obtengan los boletos de avión para Cuzco y eso, ahora que es temporada alta, parece muy difícil; hay turistas por doquier: alemanes, italianos, franceses, portugueses, no muchos gringos, varios latinoamericanos de Chile, Argentina, Brasil, Bolivia, Cuba y México.

En estado catatónico sigo esperando, acalorada. Carmen y Juan van de un lado a otro, me piden de repente que haga una cola, la hago, luego me dicen que me siente, me siento; aparecen enseguida varias personas dando instrucciones: ``No pague usted un solo centavo si no le dan su boleto y su tarjeta de embarque'', ``no se preocupe, van a poner un avión extra y podrán viajar'', ``ustedes pagan lo que cuesta y luego nos dan una propina'', son varias mujeres, el empleado de la ventanilla, otro hombre que corre sin cesar y que se ofrece, cuando ya tenemos los boletos y la tarjeta de embarque en la mano, a pagar el impuesto; le damos otra propina o mordida y nos pide más, yo digo que no tengo más que moneda mexicana, me dice que no importa; recibe 20 pesos y se va contento. En Perú todo se cambia y por la calle, ya en Cuzco, se ven hombres y mujeres que cambian dólares por soles y viceversa: una economía dolarizada y muy probablemente un esbozo bastante bien trazado de dictadura. Más tarde, alguno de los guías en Machu Picchu susurrará: ``Nos ha caído una maldición, Fujimori''. ¿Un futuro cercano?

Un chofer de taxi llamado Dante Farfán, será nuestro Virgilio, un Virgilio suave, cortés, elegante. En el hotel nos espera el consabido mate de coca que nos protegerá contra la altura, después un breve descanso lleno de ensoñaciones vívidas, catárticas. Había estado en Cuzco, 30 años atrás, entonces me bastó masticar unas hojas de coca, pero claro tres décadas después no es lo mismo que los tres mosqueteros.

Damos un paseo por la maravillosa ciudad construida sobre los antiguos templos, definida menos por sus edificios que por la sensación de un íntimo trayecto recorrido, una vivencia común, una historia, lo indígena, lo colonial, el castellano dicho con el dócil acento de ultramar. Quizá pueda tomar prestadas unas palabras de Roland Barthes, resumen mejor el sentido de esas imágenes: una atmósfera preserva a esta ciudad ``de toda vulgaridad, de todo gregarismo, la convierte en algo impropio para el turismo fácil y revela su aristocracia profunda (no se trata de una cuestión de clase, sino de carácter)''.

Aristocracia que se extiende a la cultura, la refinada comida, los tejidos indígenas, la tersura de la alpaca, la belleza de sus telas que imitan (a) y se venden como antiguas, teñidas con colores naturales, la reproducción de las muñecas que antes se encontraban en las tumbas... ¿Una mirada idílica de turista?, ¿un comercial?, obviamente, pero cuando llegamos a Ollaytantambo, pueblo inca que conserva la estructura y las acequias de las viejas ciudades incaicas, el predominio del quechua y las paredes construidas con piedras gigantescas y centenarias, cuando allí, repito, entramos a un restaurante y nos sentamos frente a unos gringos que narraban sus experiencias de viaje, uno de ellos pregunta: ``¿Y Cuzco qué tal?'', y ella contesta con desdén ``ok'', se intensifica el tono pegajoso del idilio.

En Ollaytantambo nos alojamos en un hotelito construido a la suiza con vista a la pirámide; su propietaria lleva el sonoro nombre de Graciela Machiavelo. No comments! En el lobby, más bien una extensa pieza de casa rica de campo con su chimenea y sus sillones rústicos, convivimos con 14 italianos conducidos por un guía peruano que habla todo el tiempo en un italiano casi perfecto, dato que habremos de comprobar en Machu Picchu, donde nos agrupamos según las lenguas en torno de guías peruanos que han terminado sus estudios en la universidad y hablan casi impecablemente todas las lenguas, es decir, las de los turistas. Nos integran a un grupo con italianos, brasileños, españoles y latinoamericanos.

De regreso a Lima, nos espera nuestro congreso de narradoras, organizado fundamentalmente por hombres; mujeres son las secretarias y las edecanes. Las escritoras peruanas Rocío Silva Santiesteban, Pilar Dughy y Mariella Sala serán ponentes, pero no se les permitirá organizar nada. Nuestra primera actividad es la inauguración del encuentro con varios funcionarios, en el presídium sólo hay una mujer, la conocida poeta peruana Carmen Ollé a quien no menciona el organizador. Nos conducen después a orillas del mar, al Club Regatas; allí nos enteramos que las mujeres no pueden ser socias y se prohíbe la entrada a los judíos. Me tocó la discriminación por partida doble, pero eso no impide que el presidente del club y el organizador del congreso nos soliciten el honor de retratarnos con ellos. No nos dan vino, sólo medias de seda, bebida especial para mujeres. Me quedo añorando un pisco sauer.

Los organizadores no aparecen en las ponencias, nos presenta y ``modera'' un profesor universitario. La composición de las mesas es caótica, pero en la ceremonia de clausura nos entregan medallas y un listón tricolor. El viaje valió la pena, pues conocimos a muchos hombres y mujeres de letras peruanos víctimas, como muchas de nosotras, de la balcanización a que nos somete la industria editorial globalizada.

¿No dijo Borges alguna vez con cierta ironía: ``Soy mero ciudadano de la República meramente argentina''?