LETRA S
Septiembre 2 de 1999
Después de las multiterapias
La manera en que vivimos ahora
Andrew Sullivan, egresado de la Universidad de Oxford y Ph.D en ciencia política por la Universidad de Harvard, es autor de varios libros entre los que destacan Virtually normal y Love undetectable. Sullivan ofrece en este artículo una reflexión muy oportuna sobre la eficacia de los tratamientos para personas con VIH/sida, la defensa de los placeres carnales, el "síndrome de Lázaro" y los dilemas de quienes día a día intentan conciliar el desasosiego y la esperanza.
ANDREW SULLIVAN
La más brillante contribución a mi primavera fue la reciente compilación de las obras completas --publicadas e inéditas-- de George Orwell, autor de 1984 y de La granja de los animales. Lo que leí primero fueron los fragmentos de su diario, en particular los redactados durante la fase culminante de la II Guerra Mundial. En algún momento, Orwell habla de una mujer en el metro londinense que rompe en llanto durante un ataque aéreo. Le pregunta por qué, y ella le dice que acaba de regresar a la ciudad, que había pasado una semana fuera, sin ningún bombardeo, y creyó que la guerra había terminado. De pronto las bombas caían de nuevo. ¿Qué vamos a hacer con esa gente?, se preguntaba Orwell con desesperanza.
Yo me pregunto si Orwell no estaba siendo demasiado severo. Después de todo, lo que la mujer no había perdido de vista era su derecho a la normalidad, su derecho a suponer que la vida no debía significar tener miedo cada día de que Hitler lanzara una bomba sobre su casa. A estas alturas de la epidemia del sida, supongo que muchos sentimos lo mismo, y que esa sensación tiene los mismos orígenes que lo experimentado por aquella mujer en el metro. Ahora que el índice de muertes ha disminuido, queremos creer que ya no tenemos que tragar docenas de pastillas cada día, ni practicar un sexo condonizado, ni sentir el miedo constante que sentimos antes. Y en la medida en que estas sensaciones surgen en función de la ira o el escapismo, son comprensibles y evidentemente peligrosas.
Llevo seis años en una multiterapia, y el virus --como si estuviera agendado-- finalmente insinúa hoy su regreso. Tres años de virus indetectable han dado paso a niveles de actividad viral bajos pero ya medibles. Con todo, mis CD4 son más de 700 y mis CD8 han rebasado la marca de los mil. A pesar de esto, y debido a mi rebote viral, se me caracteriza como "falla" en el tratamiento. En este caso, "falla" debe entenderse como dos o tres décadas más de tratamiento.
Por suerte, dicen mis doctores, tengo más opciones. De hecho, docenas de opciones. Una de ellas es descansar un tiempo de los medicamentos. Otra, un lote de nuevos medicamentos muy potentes, sustiva o abacavir, o pasar a los ya conocidos d4T y ddI. Para cuando ustedes lean esto, mi decisión estará tomada. Pero pese a lo que digan hoy los histéricos, mi decisión depositará una gran carga de esperanza para el futuro. Y en esto no estoy solo. Muchos de los que no saben que son VIH positivos --muchos de ellos pobres y en minoría-- tendrán acceso a estas terapias en forma demasiado tardía. Es una calamidad lo inaccesible del tratamiento en Africa Subsahariana y Asia. Pero por desgracia también en Africa la disentería es una calamidad que cobra todavía más vidas que el VIH, y podría curarse con el simple abastecimiento de agua potable. Decir que no podemos librar al mundo entero de la enfermedad, no significa que no hayamos logrado nada contra la epidemia del sida.
No podemos en Estados Unidos estar tan locos como para pensar que nos dirigimos a otra catástrofe en la escala de lo que fue el sida en los ochenta. No hay datos suficientes para apoyar esta hipótesis de desastre, por mucho que las organizaciones antisida busquen, con tales argumentos, nuestro apoyo. Por ello, nuestro problema tiene que ver con el éxito. Y el éxito genera complacencia. Genera cansancio. Genera resistencia. A fuerza de sobrevalorar el problema de la "falla" no sólo nos arriesgamos a perder credibilidad, sino también a perder de vista los problemas reales del éxito y a no comprender los orígenes psicológicos de algunos de nuestros reveses actuales.
Sé por ejemplo que supuestamente debemos responder con preocupación y horror frente a la no adherencia en la toma de medicamentos o a los descuidos en el sexo seguro. Pero la triste verdad es que reconozco demasiado bien lo que motiva estos dos comportamientos. Sin duda todos lo sabemos. Son en parte función de simplemente no querer pensar más en todo esto. Se requiere determinación y un objetivo muy claro para escalar una montaña, pero muchos de nosotros hemos llegado hoy hasta la cima sólo para encontrar docenas de colinas más frente a nosotros. El lugar es diferente, un tanto siniestro, y la mayoría de nosotros hacemos lo que podemos para poder atravesarlo. Tomamos a tiempo nuestras pastillas, nos colocamos casi siempre nuestros condones, pero se trata de un ejercicio sin gozo y, al parecer, sin objetivo.
Una buena parte de mí se rebela contra todo eso. Me gustaría tener un día durante el cual pudiera pasar ocho horas sin preocuparme por saber si tomé o no una pastilla. Quisiera tener sexo apasionado, irracional, descondonizado, sin tener que pensar en la muerte o la infección o la reinfección. Me gustaría dormir por la noche sin soñar en que vomito una tras otra todas mis pildoras azules hasta que me despierto para otra orinada medicamentosa de madrugada.
Cuando mi doctor mencionó la idea de suspender temporalmente los medicamentos, mi corazón dio un vuelco. No porque clínicamente eso fuera razonable, sino porque la pura frase sugería, de modo más expansivo, unas vacaciones del sida, un periodo durante el cual no tendríamos ya que esperar el sonido de las sirenas antiaéreas o la caída de las bombas. Tuve que recordar que lo que la mayoría de la gente llama vida, se ha vuelto para nosotros un periodo de vacaciones.
Pero tal vez pueda uno remplazar mucho mejor los espasmos de autocrítica, seguidos de los espasmos de excusas, por el entendimiento más sereno de que, después de todo, somos sólo seres humanos. En esta fase crepuscular de una epidemia que ya no es una plaga, tenemos que encontrar el valor de alentar a la gente a que practique sexo más seguro sin refugiarse únicamente en ese miedo que aniquila a la vida Tenemos que encontrar una manera de hablar de la monogamia y del amor y de un compromiso compatible con la noción de que el sexo puede ser todavía gozoso, estimulante y profundo. Tenemos que aceptar que con el agotamiento sobreviene el fracaso, pero que el autoperdón es también una parte importantísima de la sobrevivencia.
Estas no son cosas fáciles. Hay indicadores que
sugieren que nuestro futuro puede ser más sombrío que nuestro
pasado reciente: la mutabilidad del virus, el abandono de la vigilancia,
los efectos secundarios a menudo debilitadores. Pero hay otros signos que
apuntan hacia un futuro mucho más luminoso: la variedad de opciones
terapéuticas a nuestro alcance, la caída de los índices
de muerte y de las enfermedades oportunistas, las terapias complementarias
de testosterona y de antidepresivos que han mejorado en mucho nuestras
vidas, las disciplinas en la multiterapia, cada día más sencillas.
Cuando pierdo el ánimo y la esperanza de que algún día
el VIH retroceda, cuando las miles de pastillas que todavía tengo
que tomar se levantan frente a mí como una ola infranqueable, trato
de pensar en ese futuro mejor. Y me niego a disculparme por la esperanza
que lo hará posible.
Tomado de la revista POZ, mayo 1999.
Traducción: Carlos Bonfil.