Todos los periodistas honrados lo reconocen: un editorial no es más que la forma que adopta, en un momento dado, una reacción epidérmica. Dicho de otro modo, un editorial no es ni un pensamiento ni un punto de vista de conjunto, es un escalofrío. Palabras más, palabras menos, es lo que afirma Jean Claude Carriere, quien fue el gran guionista de Luis Buñuel. Así que los chavistas de Venezuela y de México me perdonen el escalofrío siguiente.
``El es la luz, él es el camino. ¡Presidente y comandante Chávez!'', dicen las letras que rodean la foto del nuevo prohombre. Nos encontramos en Venezuela, en vísperas del nuevo milenio, de la era nueva de paz, justicia y gloria que traerá la república bolivariana. El teniente coronel Hugo Chávez (confieso haber sentido un escalofrío romántico a su favor, hace unos años, cuando intentó un golpe de Estado) es el prototipo del salvador que esperan con ansia muchos pueblos latinoamericanos. Menem, Fujimori, Bucaram fueron Gaspar, Melchor y Baltasar, los reyes magos venidos de sus orientes respectivos para manifestar la próxima llegada del Mesías. ¡Ojalá sea sólo una llamarada de petate! Si no, tendremos que volver a leer las páginas pesimistas sobre una América Latina invertebrada y la maldición que pesaría sobre ella, desde su independencia, por lo menos: tierra de caciques y caudillos, de genízaros y dictadores. Ahí les iría de vuelta Hegel, y Marx yÉ Vasconcelos.
Se dice que Chávez dejaba (¿deja?) siempre a su lado un sillón vacío, el de Simón Bolívar. ¿Invocará su espíritu para ser el libertador de su pueblo y, luego, resucitar a la Gran Colombia? Por lo pronto, como Bolívar, llega a la dictadura por aclamaciones, sin haber necesitado la violencia inicial que lo había llevado a la cárcel; llega al poder, pacífi- camente, democráticamente, empujado por la rebelión de las masas, de los que votaron por él --80 por ciento o 90 por ciento, no recuerdo--, de los que participaron al voto, y por la resignación, desamparo, demisión de la mitad de la nación que se abstuvo. No es la primera vez en la historia que la democracia se deja seducir por el oráculo del guerrero; no cabe duda que, en ciertas circunstancias, el carisma del césar funciona de maravilla.
Pero, sin ofender a nadie, ¡qué lejos nos encontramos de Bolívar! El hombre que sufría al leer las críticas de Benjamín Constant y no se aliviaba con la defensa suya hecha por el abate de Pradt. Las repetidas dictaduras bolivarianas no fueron nunca concebidas por el Libertador como recursos constitucionales ni mucho menos como un procedimiento permanente. Contra Rousseau, Bolívar escogió a Montesquieu; a quienes le invitaban en esta forma: ``Ya que su excelencia es dictador en su país, debe acabar de salvarlo. Permanezca, V. E., como dictador, mejore su labor de salvar a la patria'', contestaba: ``No soy como el Sila, quien amortajó a su patria con dolor y sangre, pero quiero imitar al dictador de Roma en el desinterés con el que abdicó a su poder supremo y regresó a la vida privada para someterse al mandato de las leyes''.
Después de la victoria final de Ayacucho sobre los ejércitos españoles, renunció una vez más al ``terrible título de dictador'', y dijo al Congreso de Perú: ``¡Prohíban para siempre esta tremenda autoridad que fue el sepulcro de Roma!'' Citó lo dicho por Montesquieu de que ``una nación libre puede tener un libertador, mas una nación esclava sólo puede tener otro opresor''.
Al derrumbar todas las instituciones de su país, al elaborar personalmente la Constitución suya, el presidente y comandante está preparando un triste mañana para sí mismo y para Venezuela. Ojalá pudiese meditar esa frase de Constant, escrita en 1829 contra Bolívar: ``En nuestra organización social la dictadura es un crimen. Si un pueblo no se encuentra suficientemente ilustrado para ser libre, no es la tiranía la que lo conducirá a la libertad''.