Gilberto López y Rivas
Zedillo en el país de las maravillas

Las políticas del Presidente se hallan al borde del desastre. El riesgo consiste en que la crisis de gobierno arrastre con ella al país: el diálogo de paz suspendido en Chiapas; hostigamiento militar permanente y en aumento contra comunidades indígenas; gobernadores sometidos a juicio político, obligados a renunciar o prófugos de la justicia; asesinatos políticos; desmantelamiento de la educación pública; reaparición de la ultraderecha universitaria; debacle bancaria; paralización de la reforma del Estado; resurgimiento de grupos armados.

Con Ernesto Zedillo, cada crisis que se presenta se agrava irremediablemente. Es como si la nación hubiera sido abandonada a la lógica primitiva de caciques y oligarcas locales; como si la única ley posible fuera la del más fuerte, la del más violento, la del más poderoso.

Ninguna de esas realidades parece reconocer el Presidente en su quinto Informe. En su autismo de siempre, nos ha dibujado un México que sólo existe en su imaginación. Omite nuevamente el tema Chiapas, cuando ocurre un repunte en las acciones contrainsurgentes en ese estado, y cuando Albores Guillén exacerba al máximo los odios y las contradicciones sociales y políticas. Al paramilitarismo existente se le han agregado las hordas de priístas dispuestos a linchar extranjeros o nacionales que protesten contra la guerra en curso, y lleguen a demostrar su solidaridad y vocación pacifista.

El quinto Informe de gobierno nos reporta paz y tranquilidad, cuando la delincuencia rebasa a todos los aparatos policiacos y militares. El Presidente ha hecho de la política de Estado un conjunto de medidas que tienden a reforzar la capacidad de los aparatos represivos.

Zedillo privilegió el uso de militares y policías, sin respeto para las leyes emanadas del Congreso de la Unión. Sin consultarlo, ordenó a los militares invadir las filas de la Policía Federal Preventiva. Ahora los militares tienen el control de aeropuertos, carreteras, aduanas, puertos marítimos, y otros puntos estratégicos, así como de los cuerpos de inteligencia civil. De manera silenciosa, soterrada, ocurren preparativos propios de un golpe de Estado, dirigido por el mismo Ejecutivo federal, y destinado a debilitar y golpear los puntos nodales del poder civil.

Con el pretexto de garantizar la paz interna, ha ordenado un amplio despliegue de retenes policiacos y militares por todo el territorio. Al mismo tiempo, se aumenta el gasto en seguridad pública y se incrementa el reclutamiento de efectivos, así como la producción y compra de armamento. El panorama es crítico en materia de derechos humanos: los índices de tortura, desaparición forzada y ejecución extrajudicial van en aumento y el Ejército ha pasado a los primeros lugares en las quejas por abusos contra las garantías individuales.

Nada de esto reconoce el Presidente en su mensaje del primero de septiembre. Ni una mención sobre Guerero y Oaxaca, donde los cuerpos de seguridad han barrido comunidades enteras con el pretexto de combatir a grupos rebeldes y a narcotraficantes.

El Presidente no cumplió con su palabra empeñada en San Andrés Larráinzar. Con el conflicto chiapaneco, el discurso presidencial demuestra su esencia retórica y demagógica.

Este es el cuadro nacional a cinco años de gobierno y ésta es la realidad que el Ejecutivo federal se niega sistemáticamente a aceptar. Aislado, enfrentado a un Congreso de mayoría opositora, con un partido en crisis, ha estado cayendo, paso a paso, en las tentaciones que se le presentan en el campo de la guerra interna y en las ofertas de los sectores recalcitrantes del Ejército y el grupo gobernante.

A un año del término de su mandato, el Presidente nos está dejando un escenario de emergencia nacional. La guerra de declaraciones, las campañas preelectorales, la puja por las candidaturas, no pueden hacernos olvidar esa terrible realidad social que subyace al discurso presidencial sobre las maravillas de su país imaginario.