Las últimas semanas han estado cargadas de actos antidemocráticos, realizados por los actos principales del cambio político en México. Eso debería bastar para hacer refle-xionar en serio a quienes, como el propio presidente Zedillo, creen que la transición ha terminado y la democracia ganada a punta de votos.
En realidad, lo que llegó es la hora de abandonar el formalismo y la aparente o real ingenuidad, y hacerse cargo de la dificultad enorme de la tarea que resta para poder proclamar que la patria es democrática. Y esto no podrá lograrse sólo a golpe de votos, se requiere también de enormes dosis de diálogo y voluntad de acuerdo.
Para su desgracia y la preocupación de todos, ha tocado al PRI ser protagonista estelar de esta lamentable exhibición de autodestrucción polí-tica. Primero fue su cargada contra el IFE que, como era de esperarse, redundó en el debilitamiento de la imagen del instituto y desde luego de la del propio PRI. El ramplón despliegue de democratismo de que hizo gala la oposición, que hasta intentó incluir al IFE en su campaña alian-cista, no hizo sino confirmar la gran disposición que tiene el sistema político en su conjunto para contaminarse sin más de los des-propósitos de cualquiera de sus partes, más aun si se trata de su todavía fuerza principal.
El primero de septiembre, vimos de nuevo a un PRI sin control de sus propias reacciones y sin capacidad alguna para actuar como el partido mayoritario y de gobierno que es. Esta vez, su víctima principal, aparte de sí mismo, fue su líder máximo, el presidente Zedillo, quien fue puesto a un lado de una escena que por Constitución le corresponde.
El día del Informe presidencial, el PRI no defendió al Presidente de la República, dio cuenta de lo poco que quedaba en ese foro de civilidad política y puso en grave riesgo el rumbo de la reforma política que constituye la joya de la corona del discurso democrático de Zedillo. Y todo por una vulgaridad como lo fue el grosero discurso del diputado panista Carlos Medina Plascencia, quien preside este mes la Cámara de Diputados.
Las dos andanadas priístas contra dos de los más preciados logros de su gobierno, el IFE y la pluralidad en acto en el Congreso de la Unión, magnifican y dan transparencia a la cuestión central que ni el gobierno ni el resto de los partidos han podido abordar con propósitos de resolver: la que tiene que ver con la estabilidad de un sistema que emerge con toda fuerza pero rebasa pronto sus propios cauces.
Las reacciones iniciales de los partidos y sus grupos dirigentes ilustran bien sobre esta nefasta despreocupación de los actores políticos principales respecto de lo que es, para muchos, su tarea central. El PRI, por si faltara, decidió irse por la vía leguleya y quitar a Medina de su pre-sidencia, mientras que la oposición decidió hacer causa común con el panista, esgrimiendo nada menos que la libertad de crítica como argumento principal en su defensa.
Ni la ley fue violada por Medina, ni es su derecho a decir lo que le plazca lo que está en litigio. Su majadería debía estar fuera de toda duda, y la impertinencia de su discurso todavía más. A los 11 años de que se estrenaron las interpelaciones fuera de programa y protocolo al Presidente, el arrojo del diputado por Guanajuato debería ser visto más bien como un acto sin imaginación y un tanto abusivo, sin el riesgo que sí corrieron sus antecesores en la curiosa tarea de darle lecciones al Presidente el día de su Informe.
No es fácil proponer que el primero de septiembre quedó atrás y que su secuela ominosa es ya anécdota. Lo ocurrido puede proyectarse y con toda fuerza destructiva al año próximo y entonces sí que todos viviremos en peligro. Es mejor aceptar de una vez que el pacto social fundador del Estado está cuarteado, si no roto, y que el acuerdo político primordial de esta época de reforma y cambio es del todo insuficiente para lo que el país tiene frente a sí, en lo que queda de 1999 y a todo lo largo del 2000. Lo que no aparece por ningún lado es quien diga yo y convoque a los partidos y otros actores principales a poner fin a tanta bravata y echarse al agua todavía turbia y revuelta de la transición.
Declarar concluida a esta última, cuando sus más destacados protagonistas se niegan a hablar y optan por el grito y la amenaza, puede probarse no sólo pueril sino nocivo para los propios fines de alcanzar cuanto antes una consolidación democrática creíble y productiva.
Los avances políticos tienen que encarnar en políticos del compromiso. Sin eso, lo logrado se va al vacío y el torrente del cambio democrático puede volverse corriente destructiva que reclama diques de autoridad que no oculten más su vocación dura y adversa a la política plural. Por ahí podemos ir, con una clase política obsesionada con su propio suicidio.