MAR DE HISTORIAS
La única palabra
n Cristina Pacheco n
Sentí alivio cuando vi a don Andrés subirse al taxi. Tuve que insistir para que me recibiera los cincuenta pesos de la dejada hasta Lomas Verdes. Prometió volver pronto. Espero que no sea en el cumpleaños de mi hija Ana. De otro modo todo se echará a perder, tal como sucedió hoy. Sólo él y yo quedamos a la mesa. Los demás se fueron sin esperar a que les sirviera el café. Los entiendo. Nadie tenía ganas de seguir escuchando a don Andrés.
Es mi hermano y aun así lo llamo "don Andrés", como todo el mundo. Apenas puedo creer que a ese hombre a quien cuidé de pequeño ahora tenga que llamarlo con tanta formalidad, como si fuera un anciano, cuando apenas acaba de cumplir 29 años. Andrés se ha ganado el "don" por su manera de hablar. Eso también lo ha hecho perder amigos y está a punto de quedarse sin Enedina.
Poco antes de irse Enedina me llamó aparte y me pidió una receta. Sospeché que era un pretexto para decir algo más. Le pregunté cómo andaban las cosas con mi hermano. "Ahí vamos". La respuesta no me gustó y le pedí sincerarse. Como si hubiera estado esperando el momento del desahogo, Enedina me explicó: "Ya lo pensé bien: no puedo pasar el resto de mi vida con un señor al que no le entiendo nada de lo que dice".
Intercedí por él y le dije a Enedina que exageraba. Ella reconoció que es un hombre magnífico, lástima que su gusto por el vocabulario extravagante lo esté convirtiendo en una persona insoportable. "Tienes que serenarte", le aconsejé. "No puedo. Por lo general sólo entiendo la mitad de lo que dice don Andrés, pero hay ocasiones, sobre todo últimamente, en que no comprendo ni una sola palabra, šni una! Y luego se enoja".
Contesté sin querer: "Es que ha llovido mucho estos días". Enedina se impacientó: "ƑQué tiene que ver una cosa con otra?". No supe qué responder. Luego recordé algo que había querido olvidar: la costumbre que Andrés adoptó a raíz de que murió mamá. Fue algo espantoso que los dos vivimos solos.
II
Sucedió un mes de agosto. Había llovido muchísimo. Como siempre en esa temporada, mi madre estaba irritable y temerosa: les tenía miedo a los rayos y a retrasarse en su trabajo de lavandera y planchadora. Nosotros íbamos con ella a recoger o entregar la ropa.
La gran desgracia ocurrió un jueves. Sobre nuestros pocos muebles estaban o- reándose las sábanas y los manteles blancos. A media mañana dejó de llover. Mi madre agradeció a Dios que hubiera cambiado el tiempo y aprovechó para irse a los lavaderos, a tres cuadras arriba de donde vivíamos. Para que no fuéramos a resfriarnos, ordenó que nos quedáramos en la casa. Además quería que estuviéramos allí por si mi padre regresaba de California.
Tal vez presentí algo malo, el caso es que me recuerdo paradita en la puerta de la casa mirando a mi madre cómo iba subiendo la cuesta con el atado de ropa blanca sobre la espalda. Me pareció increíble que en un cuerpo tan pequeño y delgado hubiéramos cabido Andrés y yo. Sentí ganas de abrazarla y le grité: "No te tardes". Ella no se detuvo, sólo se volvió un poquito para decirme: "Cuidas bien a tu hermano".
Entré. Como siempre Andrés estaba debajo de la mesa. Allí se quedaba, mirando las figuras de un diccionario roto que encontramos en un basurero, hasta que mi mamá tenía tiempo para leerle el significado de alguna palabra y él lo memorizaba. De pronto el cielo se oscureció como si fuera de noche. Andrés salió de su refugio y me abrazó, asustadísimo. Repetí lo que mi madre nos había dicho infinidad de veces: "No tengas miedo: Dios está con nosotros". Mi hermano preguntó: "ƑDónde? No lo veo. Quiero a mi mamá". Yo también ansiaba verla, acompañarla en aquellos momentos en que estaría temblando a causa de los truenos. "Vamos a buscarla".
Abrí la puerta pero no pudimos salir. La lluvia borraba las viviendas y la calle. De lo alto bajó hacia nosotros un río de lodo que arrastraba llantas, cajas, muebles, árboles. Alguien gritó: "Sálganse de allí". Logramos correr un poquito, pero al fin quedamos clavados en el lodo soportando la lluvia. No supe más.
III
Cuando desperté estaba en la cama de un hospital. "ƑY mi mamá?", le pregunté a la enfermera. No me respondió. "ƑY mi hermanito? šQuiero verlo!". "El está bien, pero todavía no se repone de la impresión". Insistí en tener noticias de mi madre: "Siguen buscándola en el río. Pídele mucho a Dios para que aparezca". Lo hice. Fue inútil.
Durante la semana en que Andrés y yo estuvimos hospitalizados nos vimos poco y hablamos menos, por miedo de pronunciar la frase que nunca hemos dicho, ni siquiera ahora que somos dos personas adultas y sabemos que es vana nuestra esperanza. Mamá no volverá jamás.Antes de que saliéramos del hospital, Francisca, la enfermera, ya le había tomado mucho cariño a mi hermanito y ofreció llevárselo a su casa. No dijimos nada. Cuando nos despedimos se disculpó conmigo: "No puedo responsabilizarme de los dos, pero si quieres te busco un lugar en el Orfanatorio de Niñas. Allí las madrecitas te enseñarán muchas cosas".
Volver a la casa fue horrible. Sobre las sillas estaban, ya secos, los manteles que mi madre había dejado al aire. Como si ella me lo ordenara, conecté la plancha y me puse a trabajar mientras mi hermanito, debajo de la mesa, se puso como siempre a hojear su diccionario. Me pareció que todo sería como antes. El sueño duró unos segundos: la ausencia de mi madre era tan grande como el silencio de mi hermano.
IV
Desde que salimos del hospital, Andrés se volvió silencioso. No pronunciaba palabra, ni siquiera cuando le señalaba en el diccionario alguna que mi madre le había enseñado. "Deja que se le pase el susto", me decían los vecinos. Todos se portaron muy bien con nosotros: Nos regalaban comida y nos defendieron cuando el fraccionador llegó a pedirnos el abono del terreno: "ƑQué no sabe qué les sucedió a estas pobres criaturas? Entonces, espérese hasta que regrese su padre de Estados Unidos. El le pagará". En lugar de mi padre llegó a vernos Francisca y nos pintó muy bonito el futuro: "En el orfanatorio estarás muy bien. Los domingos tu hermanito y yo te sacaremos a pasear. ƑQué opina Andrés?". En ese momento mi hermano recuperó el habla, sólo que no le entendimos nada. "ƑQué dice?", me preguntó Francisca. "No lo sé". Andrés continuó diciendo palabras rarísimas hasta que volvimos a quedarnos solos. Entonces regresó a su escondite debajo de la mesa y yo seguí planchando.
Al principio los clientes de mi madre me encargaron algo de trabajo, pero luego, al ver mis fallas, me despidieron. Andrés y yo tuvimos que salirnos de la vivienda. Tulio, el zapatero, nos prestó uno de sus cuartos. Para corresponderle yo le serví de criada y mi hermano de mandadero. Sin mencionar jamás a mi madre, y esperándola siempre en secreto, rehicimos nuestra vida.
Nada fue como antes. Nunca he dejado de temerle a la lluvia y Andrés sigue leyendo diccionarios. Es lo único que tiene en su cuarto. Los consulta a todas horas y se aprende palabras rarísimas que nadie entiende. Cuando lo oigo pronunciarlas, pienso que lo aíslan y borran como a mi madre la aisló y la borró la lluvia. Adoro a mi hermano Andrés. Me duele saber que el resto de su vida lo pasará solo, visitándonos de vez en cuando. Hoy, al verlo subir al taxi sentí alivio, no por mí, sino por él: lo imaginé de regreso en su cuarto lleno de diccionarios. No sé cuál habrá elegido ni qué palabra habrá buscado. Supongo que será alguna rara, especial, que lo lleve a olvidarse para siempre de la única que jamás ha pronunciado: mamá.