La primavera y el verano de 1999 registran el periodo de mayor estabilidad macroeconómica en México desde diciembre de 1994. Así lo indica la evolución del tipo de cambio y de las tasas de inflación e interés, en cuyo comportamiento influyó decisivamente la orientación de la política económica. Pero la estabilidad, por sí misma, no asegura una mejor asignación de los recursos ni la eficiencia de su utilización. Las políticas de estabilización detienen o disminuyen las ondas de choque producidas por fenómenos económicos y financieros imprevistos (como las producidas por el desplome de los precios internacionales del petróleo), o reprimen el desarrollo de tendencias indeseables (como la inflación de demanda o el desequilibrio del sector externo). Sin embrago, esas políticas no solucionan los problemas estructurales que explican la debilidad del sistema económico para absorber los choques externos o su propensión a generar continuamente distorsiones.
Las políticas de estabilización son coyunturales por naturaleza. Sus objetivos, sus herramientas específicas, su alcance excluyen por definición los horizontes de largo plazo. Su vigencia es temporal y casi siempre incluyen la aplicación de medidas de austeridad y hasta de disminución del gasto y del ingreso. Su adopción no es incompatible con el despliegue de estrategias de cambio estructural, que a diferencia de las políticas coyunturales pretenden modificar a profundidad las pautas de comportamiento de los agentes económicos y sociales, suscitar el surgimiento de círculos virtuosos de producción, innovación, consumo, ahorro e inversión que incrementen de manera sostenida los niveles de bienestar en el marco de una utilización socialmente óptima de los recursos productivos. Una política de estabilización permanente, como la que viene aplicándose en cada coyuntura desde la devaluación monetaria de diciembre de 1994, por más éxitos que pueda reportar en cuanto a la reducción de las fuerzas de inestabilidad, no constituye una respuesta estratégica a los grandes problemas estructurales --los viejos y los nuevos-- que padece la economía.
El horizonte de la política económica del gobierno es la estabilización, no la eficiencia. Pocos avances verdaderos podrían ser acreditados, durante estos últimos cinco años, en cuanto al mejoramiento de la asignación y uso de los recursos productivos. Un número importante de los logros económicos que el gobierno suele atribuirse son producto de un arbitraje político entre estabilización y eficiencia en el que esta última fue sacrificada. Uno de los mejores ejemplos es el equilibrio de las finanzas públicas. El déficit fiscal fue reducido a niveles mínimos, de manera que hoy puede ser financiado de manera "sana", es decir, sin incurrir en un endeudamiento excesivo y sin riesgo de evicción crediticia del sector privado (al menos no por esta causa). Pero este objetivo se logró a través de una reducción draconiana del gasto público que no se acompañó de una restructuración de los ingresos fiscales ni del establecimiento de criterios cuantificables para garantizar una mejor asignación y utilización de los recursos fiscales. Era políticamente más fácil reducir el gasto que buscar un incremento de los ingresos. Hoy se dice --y es cierto-- que los rubros sociales tienen la mayor participación de todos los tiempos en el presupuesto de egresos de la federación. No se aclara, sin embargo, que este presupuesto alcanzó en estos años sus más bajos niveles en más de medio siglo tanto en términos reales (descontando la inflación) como relativos (en proporción al tamaño de la economía). En relación con el gasto total del gobierno, los rubros sociales reciben un mayor porcentaje, pero el monto real y relativo de ese gasto es uno de los menores de la historia económica reciente, además de que seguimos careciendo de mecanismos institucionales para evaluar y cuantificar los métodos de asignación y utilización de esos recursos (por ejemplo cuándo, por qué y en dónde se hacen los desembolsos del presupuesto previsto para cada programa).
La estabilización macroeconómica proclamada por las autoridades hacendarias y financieras en las semanas previas al informe presidencial y los datos aportados al respecto por el Presidente el primero de septiembre son reales. En relación tanto con el torbellino financiero que se desató en diciembre de 1994 y que perduró durante todo 1995, como con la tormenta iniciada a fines de 1997, a raíz del colapso de los precios internacionales del petróleo, no cabe duda que el ambiente económico de 1999 es mucho mejor. Queda por demostrarse si la economía también engendró un patrón más eficiente de asignación y uso de los recursos productivos en el cual sustentar lo que ya no ocurrió en este periodo de gobierno: el impulso de una nueva ola de progreso social y material.