SE SABE QUE NO ES FACIL ser político y que es complejo vivir "ese estado". No lo es ni en países ricos ni en naciones pobres. En estos rincones tercermundistas, las lecciones de ese ríspido y detestable mundo del poder son inacabables. Los escenarios y las sorpresas, interminables.
Aunque es poco probable que "la mayoría" de los ciudadanos encuentre alguna causa común para explicar los motivos de las impericias, negligencias y torpezas de nuestros políticos, considero que la ausencia de autocrítica --si no cromosómica, sí "por decreto" o por necesidad--, es la fuente de buena parte de sus yerros y elemento fundamental de los males que padecemos. Comprobar esta afirmación o descalificarla es tan sencillo como oír, al azar, algunos discursos y desglosar sus ya indigeribles y vetustas comparaciones: "...entre 1994 y 1999, hemos crecido cien veces más que lo informado el lustro anterior".
A la ausencia de autocrítica hay que agregar una ceguera partidista ad nauseam y una pobreza de análisis tan alarmante como equivocada, cuyo mal fruto es claro. Los políticos bregan primero para sí, después para ellos, y, siempre para lo que su limitada visión les permite ver: ellos y su partido. Poco importa que el hermano ideológico esté equivocado. Lo que prevalece es la unión ciega por más obvio que sea el yerro o la falta de inteligencia. Ser ajeno a la crítica y enemigo de la autocrítica --Freud hubiese dicho que a los políticos mexicanos les está permitido, por mandato divino, carecer de alter ego-- son circunstancias que les permiten ser contumaces, que les impiden ver o escuchar. Y, por decreto quasi inmunológico, ese "no verse", perpetúa la cerrazón e impide la mejora. Encontrar, en estos tiempos, políticos sanos cuya lid y meta sean la nación y no ellos o los intereses de su partido, es tan improbable como esperar que el debate entre los cuatro precandidatos del PRI, sea un intercambio sano de ideas y no una retahíla de consideraciones y ataques personales.
Lo sucedido el primero de septiembre, tras el Informe del presidente Zedillo, es clara muestra de la cultura, educación y civilidad de nuestros legisladores. Sean correctas o no las aseveraciones que califican a Medina Plascencia de "salinista", "pirruri" o "católico fundamentalista", sean o no veraces sus respuestas, exagerado o no, probó no sólo la tolerancia a la que había aludido minutos antes Zedillo, sino la capacidad de algunos miembros del Congreso para escuchar "otras opiniones".
La intolerancia de la bancada priísta se diferenció de la actitud de los hooligans ingleses sólo por el saco y la corbata. Los epítetos de "majadero", "mariquita sin calzones", o "no se vale que Medina aproveche el cargo para criticar al presidente Zedillo", o el deseo de llevar al panista a juicio político, son muestra clara de la pobreza del diálogo y de la ausencia de discusión inteligente de nuestros adalides. No menos irritantes son las pancartas --Ƒperredistas?-- que adornaban el recinto de nuestra élite política: "Zedillo, 'la neta' no puedes. Mejor šrenuncia!". La crítica tiene una función social: no permitir que se perpetúen las mentiras. Y la sociedad moderna tiene una función crítica: criticar sin tregua.
Nuestros políticos están ayunos de autocrítica. No ven en las voces discordantes o distintas la posibilidad de corregir. Acostumbrados al unipartidismo enfermo, los espacios para "lo otro" o lo diferente son impensables. Lo dicho por Medina Plascencia irritó las venas más profundas del fanatismo priísta. Habituados a la verdad unívoca y al cuestionamiento nulo o escaso, les fue imposible escuchar a Medina: ya sea por su cerrazón, ya sea por el ruido que hicieron para perpetuarla (y perpetuarse). De no haber sido así, no se hubiesen comportado como lo hicieron.
Sé que puede parecer un despropósito citar a Fernando Pessoa cuando se habla de política mexicana, pero me es imposible evitarlo. El poeta lusitano, desdeñoso de la fama --"cosa para actrices y productos farmacéuticos"--, propuso lo que denominó una "estética de la abdicación", en la que incluía no sólo "la posibilidad de bienestar material", sino todo el sistema de relaciones humanas, "desde el amor a la amistad, convencido de que el hecho divino de existir no debe asimilarse al hecho satánico de coexistir". ƑCómo explicar esto a nuestros jerarcas?
Abdicar a la cerrazón partidista, fomentar la crítica que permita entender que la autocrítica es la mejor forma de crecimiento y privilegiar la persona, empezando por la propia y continuando con las de sus gobernados, podría ser buen comienzo. La verdadera disidencia partidista suele ser óptima