San Diego, California. Debido a su peculiar perfil demográfico y a lo contradictorio de su ambiente cultural, la ciudad de San Diego ha tenido a lo largo de los años una difícil y conflictiva relación con su orquesta sinfónica. De hecho, la Sinfónica de San Diego tiene una existencia azarosa e interrumpida por vaivenes económicos, rupturas políticas y veleidades culturales. Si el agrupamiento ha resurgido en cierta medida después de un aciago periodo que parecía anunciar su desaparición definitiva, ello se debe fundamentalmente a un patrocinio corporativo múltiple, obtenido con base en una intensa campaña de recaudación de fondos, así como la vinculación de los sectores público y privado en las labores de sostenimiento del conjunto californiano. He aquí un mecanismo que haríamos bien en explorar más a fondo en nuestro medio musical, con el objeto de evitar las cotidianas angustias orquestales que por acá se padecen.
El caso es que para el verano de 1999, la Orquesta Sinfónica de San Diego ha propuesto una temporada popular que desde su esquema de patrocinio apunta claramente a la vocación de resolver de alguna manera sus problemas financieros: estos conciertos pops son auspiciados de manera conjunta por la empresa Qualcomm y por la autoridad portuaria de San Diego. La temporada está formada por diez conciertos temáticos, que van desde la canción napolitana hasta la música espacial; desde los temas de Broadway hasta los clásicos de Rusia; desde música de caricaturas hasta nostalgia radiofónica; desde Burt Bacharach hasta Bobby McFerrin; y desde una celebración musical del 4 de julio (que no podía faltar) hasta un tributo a Duke Ellington. Fue precisamente esta velada en homenaje al gran Edward Kennedy Ellington, la que tuve oportunidad de presenciar durante una reciente visita a San Diego.
La singularidad de estos conciertos populares se inicia desde su sede misma: un escenario construido específicamente para la temporada, en el extremo del muelle de la bahía de San Diego. La peculiar localización del sitio hace que, junto con la música sinfónica y el jazz, confluyan las sonoridades de los barcos que transitan a unos metros de la orquesta y del muy cercano aeropuerto de la ciudad. Sin embargo la sonorización es, además de indispensable, de buen nivel técnico, lo que ayuda a minimizar las presencias acústicas indeseables.
El ensamble mixto de sinfónica y jazz (que en realidad comprende básicamente a algunas de las cuerdas de la Sinfónica de San Diego) es anclado por una sección rítmica tradicional formada por Mike Wofford, Bob Magnusson y James Plank en piano, bajo y batería, respectivamente, y es dirigido en esta ocasión por Bill Berry, un músico experimentado y con una larga carrera en estos menesteres. La velada consiste en una selección de piezas significativas de la enorme y admirable producción de Duke Ellington, con la presencia simultánea o consecutiva de músicos de jazz especialmente invitados para la ocasión. De entre ellos, vale destacar algunas presencias de particular solidez: la flexible y solvente guitarra de Mundell Lowe, el trombón de Jimmie Cheatham, y la voz de Jeannie Cheatham, estos dos últimos caracterizados por esa cualidad ríspida, angular y llena de asperezas que le queda tan bien a este tipo de música.
Como suele ocurrir con esta clase de popurríes musicales (allá les llaman medley), algunas selecciones destacan con brillo propio por encima de otras, y en este caso los momentos culminantes de la sesión de jazz y sinfónica se encuentran en las interpretaciones de piezas como Prelude to a kiss, Isfahan, Johnny come lately y `C' jam blues, esta última interpretada, literalmente, por toda la banda, logrando un buen efecto y un adecuado punto final a este homenaje a Duke Ellington. Y tratándose de un concierto de este tipo, realizado en semejante locación, no podía faltar un toque extra muy típico: fuegos de artificio desde la bahía, en un homenaje involuntario a la memoria de Georg Friedrich Hndel.
Muy nutrida asistencia de público y muy buena organización y logística para este concierto popular, que me hizo recordar las temporadas análogas que la Filarmónica de Los Angeles protagoniza en el legendario Hollywood Bowl, donde cada concierto es una peculiar mezcla de tertulia, happening y picnic.