La Jornada sábado 11 de septiembre de 1999

Luis González Souza
Primero, alto a la guerra

La paz verdadera en Chiapas es un asunto de vida o muerte para México. Si la lucha zapatista no se valora y canaliza a tiempo, el país habrá perdido la oportunidad de renacer sin la tara del racismo. Se habrá cancelado la posibilidad de evitar la disolución de México en el ácido de la guerra total... con o sin elecciones milenarias (las del 2000). Y esto tenemos que recordarlo cuantas veces sea callado, lo mismo en informes presidenciales que en debates electorales y en medios de desinformación.

Por ser una cuestión de vida o muerte nacional, cualquier iniciativa de paz ha de ser bienvenida. Pero también, y por lo mismo, ha de ser analizada con todo rigor y honestidad. Esto vale para la Carta abierta al EZLN enviada por el se-cretario de Gobernación el pasado 7 de septiembre. Independientemente de méritos personales, y sin desestimar sus renglones positivos, esa nueva iniciativa adolece, a nuestro entender, de dos grandes fallas.

Por lo que hace a su contenido, la carta nos parece una mezcla de propuesta plausibles con otras más bien retóricas, engañosas y hasta guerrilleristas. Ello, para no hablar de sus graves omisiones, éstas sí de plano guerreras: militarización, paramilitares, seudoestado de derecho, seudo gobernador (el paramili...ciano Albores). Y acaso la peor falla tiene que ver con la visión general del conflicto en Chiapas. En lugar de reconocer un tablero de guerra (a cuentagotas, silenciosa, abusiva, limi-tada, relativa... pero guerra), la nueva iniciativa pretende situarse en algo así como un tablero de damas finas. De esa forma, con toda franqueza, es imposible alcanzar la paz. Es como si intentáramos reconstruir la confianza de un matrimonio con base en mentiras y amenazas, o invitar a jugar tenis (el deporte blanco) en un campo de concentración (de recuerdos harto negros).

Así, hasta pierden sentido las propuestas plausibles de la carta al EZLN: liberación de presos, calendario para cumplir compromisos pendientes de San Andrés. En cambio ganan peso las propuestas de orden retórico: ``analizar'' denuncias y asegurar que nadie quede impune (asesinos como los de Acteal están más que ``analizados'' y siguen impunes), dotar de ``suficiente capacidad de decisión y voluntad negociadora'' a la representación gubernamental que se encontraría con el EZLN (¿cuánto es ``suficiente''?). Otro tanto ocurre con las propuestas de distracción: ¿de qué sirve crear una ``nueva instancia de intermediación'' o ``refrendar la importancia de la Cocopa'', mientras persistan condiciones mucho más de guerra que de diálogo?

Mención aparte merece la propuesta de tufo guerrerista: que el Senado dictamine ya la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas, considerando tanto la iniciativa de Zedillo como de la Cocopa, más otros elementos de información. Es bien sabido que el diálogo de San Andrés se interrumpió y pasó a suplirse con la escalada guerrerista del gobierno, justamente cuando Zedillo prefirió introducir su propia iniciativa de ley en lugar de respetar la de Cocopa, como se había acordado con el EZLN. Aparte de una tosudez soberbia, insistir en este incumplimiento equivale a continuar la guerra. Y equivale a ignorar la enseñanza más elemental del conflicto chiapaneco: en las culturas indígenas la palabra sólo se da para cumplirla; ahí radica una dignidad que lo es todo, y que nada tiene que ver con la cultura la-dina de la verborrea y de las traiciones sin fin.

Sin respetar esta diferencia cultural, obviamente continuará la guerra. Y acabará de estallar y desnudarse como lo que en el fondo es: una guerra etnocida a cargo de quienes ven su cultura no sólo como superior, sino como la única admisible. De una vez por todas es preciso reconocer que hasta ahora la estabilidad de México se ha montado en la pax del racismo. Y es preciso entender que las víctimas tenían derecho desde siempre -y ahora bien que lo ejercen- a decir ¡basta de exclusiones y racismo!

Por desgracia, la nueva iniciativa no parece entenderlo así. Ni siquiera parece dispuesta a escuchar el sentido común: si queremos la paz, primero hay que parar la guerra. Vaya, ni siquiera admite la palabra guerra. Y lo peor es que el tiempo se agota para lograr una buena iniciativa de paz verdadera, nunca más una pax racista. La ruta no es tan larga: redignificación de nuestro Ejército, desmilitarización, encarcelamiento de paramilitares y patrocinadores... cumplimiento de la palabra empeñada en San Andrés. Entonces sí habrá confianza, y sentido, para otro diálogo de paz.

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