DESPUÉS DEL DESALIENTO QUE PRODUJO el quinto Informe, puede uno decir que la vida sigue. Se puede, incluso, proponer que hay vida después del PRI y del sistema del que ha sido eje y peón por mucho tiempo. Difícil es, sin embargo, decir lo mismo del aparato que la postrevolución inventó para perpetuarse en el poder.
No hay duda de que con su debate tan amarrado y, sobre todo, con su apertura a la competencia interna y su apuesta por las abiertas "universales" que tanto gustan al presidente Zedillo, el PRI ha retomado una posición que parecía haber perdido sin remedio. Ante la gente, el partido heredero de la genial invención de Calles se volvió de nuevo un fenómeno real y potente de opinión pública, tan pujante que obligó a la oposición principal y a sus satélites a apurar los tragos amargos de una iniciativa de alianza que no era de su gusto.
Pronto pudimos darnos cuenta, y así debe haberle ocurrido a la cúpula del go-bierno y su partido, que retornar a la opinión pública no es suficiente para ofrecer en serio lo que la ciudadanía reclama cada vez más a cambio de su voto: sentido de responsabilidad para gobernar, y pruebas claras de que se ha entendido, asumido y aceptado el cambio del país hacia un sistema democrático.
Esto último, el PRI no ha sido capaz de ofrecerlo y el encono verbal del debate del pasado miércoles lleva a temer que no lo va a hacer en el futuro. El debate no fue ni podría haber sido el momento final de la verdad. Quedan a los priístas y a los aspirantes a encabezarlos el año próximo, largos meses de recorrido por las casi ignotas tierras de la preferencia ciudadana. Lo que no aparece por ningún lado, es la voluntad de preparar el terreno para hacer de esa inédita elección el inicio de una campaña presidencial basada en la unidad activa del partido. Los dichos y los embates que han rodeado la campaña interna hasta ahora, lo que más bien nos dicen es que esos preparativos, que incluyen unos acuerdos para el reparto de posiciones entre los contendientes de los que sólo saldrá un ganador, no sólo no se hacen sino que es cada día más difícil hacerlo.
Se ha insistido en que el PRI ha dado señales de no tener manera de desplegar mecanismos eficaces para su propio control interno. Y es esto lo que lo lleva a aparecer en público, una y otra vez, como un cañón suelto en medio del vendaval de la mudanza política que será también, gane quien gane el año entrante, una mudanza en los circuitos y los corredores del poder del Estado.
Es esta sensación, lo que está en el centro de gravedad de las intuiciones más firmes de los mexicanos y a eso no se responde con claridad desde ninguna de las esquinas del ring político. Vistos en esa perspectiva, los desplantes de Fox y los juegos sin fin del aliancismo son gestos que no convocan y desde luego no convencen. Fuegos de artificio o lamentables sketches que acentúan lo grotesco que cada quien tiene bajo la alfombra, sin ofrecer a cambio un mínimo de diversión recordable.
Las campañas y la competencia probablemente ejercerán su influencia saludable sobre el mensaje político de los partidos, pero la situación que vive el país es tan frágil, que se requiere mucho más que eso para asegurar un tránsito seguro al nuevo gobierno. No sólo se tiene en puerta la difícil discusión y obligada legislación sobre el presupuesto y los impuestos, sino ahora, en lo inmediato, la recepción política formal, pero también de fondo, de la importante iniciativa del secretario de Gobernación, lanzada como carta abierta al EZLN.
Las primeras reacciones de la gradería zapatista no permiten un mínimo optimismo, pero a la vez parece obligado buscarlo donde sea y pronto. Introducir la desconfianza "estructural" en los actos de gobierno, para justificar el rechazo de inicio a la convocatoria de Carrasco es lamentable, sobre todo cuando se hace desde la comodidad de las oficinas o los salones de la ciudad de México. Anteponer la reversión abrupta de la situación militar, creada por años de impasse y violencia intermitente, revela que quien así lo hace no se hace cargo de la inaudita fragilidad que priva en aquella región y de las implicaciones de sus airadas exigencias, hechas también desde la confortable circunstancia de la Cámara de Diputados o los cafés de Perisur.
Chiapas, en efecto, sigue en el centro real y virtual de la política nacional y no podrá hablarse de normalidad democrática mientras los mexicanos no contemos con mínimas certezas de que el país se acerca a una reconciliación allá en el sur. Pero en ambas vertientes, la de la pacificación y la de la normalidad general del gobierno del estado, todos están involucrados y todos pueden salir perdedores: ni Chiapas ni la consolidación democrática son ya responsabilidad única de un gobierno que además ya se va. En esta nave vamos todos, y el reclamo al capitán ya no sirve ni como pretexto. *