La Jornada Semanal, 12 de septiembre de 1999
Aquel lunes Jacinto se introdujo en la estación del metro San Lázaro a las seis de la mañana. Cansado del viaje en autobús, regresaba de pasar el fin de semana en su pueblo, pero su desvelo venía de muchas semanas atrás. Sentía sobre sus espaldas el fardo de noches y días de un insomnio que le había llegado sin aviso ni razón alguna y que parecía habérsele alojado en el centro del cerebro. Como autómata, Jacinto se diluía sin resistencia entre esos miles de seres adormilados y engullidos una y otra vez por las bocazas vaporosas diseminadas en toda la ciudad. Por un instante sintió un ligero escalofrío premonitorio mientras bajaba por las escaleras eléctricas e ingresaba al superpoblado reino de la criptósfera urbana. Sin embargo, el agotamiento lo hizo regresarse a las disquisiciones relativistas propias de quien se encuentra en la frontera del sueño y la vigilia. Ya en el vagón, apretujado contra un pedazo de pared que le sirvió como consuelo, Jacinto por fin pudo dormir algunos minutos.
Un sobresalto lo despertó y supo entonces que se había pasado de la estación Balderas, donde debía descender. Salió del tren con los pies a rastras. Trataba de llegar al otro lado de la línea para retornar. Decenas de pasajeros le golpeaban los omóplatos y le pisaban los talones. Con los ojillos entrecerrados para evitar la luz artificial, se dejaba guiar por la masa. Una vez logrado su objetivo, abordó de nuevo el convoy y se colgó del tubular, sostenido casi en vilo por los cuerpos apiñados. Aletargado, reaccionaba por un instante cada vez que parecía caérsele la cabeza, pero luego de un rato ésta al fin le quedó bamboleando rítmicamente.
Sacudido de nuevo por los restos de su conciencia, Jacinto abrió los ojos y pudo ver cómo se alejaba, cada vez más rápido, el logotipo de la estación San Lázaro, por la que ahora pasaba del lado opuesto. Se acercó con desgano a la puerta. En el vagón todos se veían sin verse, como un rebaño de vacas adormiladas. Pero Jacinto creyó percibir que algunos reparaban en su rostro escamado y sin afeitar, en sus ojos opacos y enrojecidos. Eso, sin embargo, ya no le importaba, pues parecía haber ingresado a un tiempo y un espacio propios, permeado en la despreocupación. Descendió en la siguiente parada y de nuevo la turba lo arrastró del otro lado de la línea. Reiniciaba el retorno para bajar en su estación.
A bordo, Jacinto quedó aprisionado contra las puertas opuestas a las de salida. A esa hora la muchedumbre ya se clonaba incontenible. Aromas de perfumes baratos y humores agrios se mezclaban con los suyos. Un asomo de orgullo malsano le dibujó una leve mueca en el rostro, y se reconfortó. Después de todo, ese reducido espacio en el vagón se parecía bastante al lugar que había ocupado a lo largo de su vida, durante cuarenta y ocho años. Un sopor denso lo hizo aferrarse al pasamano y se durmió de pie, apacible, conforme.
El zumbido que anunciaba el cierre de las puertas y la sensación de que el vagón se hallaba vacío lo devolvieron a la realidad. Apenas tuvo tiempo para saltar al pasillo. Esta vez había llegado hasta la estación Observatorio, la terminal poniente de aquella larga línea rosa. Su mente era un infinito rompecabezas de palabras e imágenes. Vagos reflejos de sí mismo surcaban su pensamiento. Quizá son restos de sueños, alcanzó a decirse. Ya del otro lado, empujado por la manada gris, abordó de nuevo el tren y pudo instalarse en un asiento individual con pasamanos a un lado. Recargó allí un brazo y sobre el brazo, la frente. Esta vez el sueño fue más profundo. Parecía que el descanso ausente durante semanas caía sobre él en un segundo. Dormir entre esas miradas rumiantes comenzaba a proporcionarle un placer hasta entonces inédito.
Jacinto despertó luego de varios recorridos de ida y vuelta por toda la ruta de Pantitlán a Observatorio. Acababa de pasar por Balderas, la estación en que debía bajar. ¿O acaso era la siguiente, o la anterior? La vaga noción de su ser, de su existencia y de su identidad amenazaba con escapársele por completo entre suaves suspiros de recién despierto. Llegó hasta Pantitlán, pasó al lado opuesto, abordó el tren y lo empujaron al rincón.
Pero ahora casi ni parpadeó durante el trayecto. Cada segundo transcurrido lo acercaba más a la estación donde, ahora sí, estaba seguro, bajaría. Se abrió paso hasta la puerta de salida. El convoy arribó con las llantas chirriando, mientras el logotipo del cañoncito se repetía cada vez con menor velocidad ante sus ojos. Las puertas se abrieron, pero Jacinto no pudo salir porque una veintena de reses en estampida lo regresó a su lugar, al fondo del vagón. Y allí se quedó durante varias horas, despierto, con la mirada fija en el vacío, como estrenando lucidez.
Con una clara síntesis de su existencia en la mente, llegó por enésima vez a la estación en la que debía bajar. Ya había entrado la noche y el tráfico en el vagón y en los pasillos parecía, al fin, fluido. Sin prisa, se colocó al centro de la salida. Las puertas se abrieron. El camino, por primera vez en mucho tiempo, estaba libre. Miró con atención el cañoncito con ruedas para cerciorarse. ¡Sí, esa era la estación, el lugar a dos cuadras de su domicilio! Recordó incluso su camastro, su microespacio en aquella vivienda, y hasta unos rostros borrados por la rutina. Un vapor le recorría la espalda y una de sus manos sudaba asida al tubular. Los ojos le ardían y un silencio agudo le punzaba en el cerebro. Luego escuchó otro zumbido, esta vez externo. Las hojas corredizas se cerraron, pero él no se había movido ni un centímetro... Mientras el convoy reiniciaba su marcha, sólo unas cuantas miradas vacunas vieron sin ver cómo Jacinto comenzaba a encogerse, poco a poco, hacia el centro de sí mismo, reduciéndose a su mínima expresión.