Revistas, revistas, re-vistas...: Arqueología Mexicana. Acaba de llegar a nuestra redacción el número 39, correspondiente a los meses de septiembre y octubre, y dedicado a las ``Plantas medicinales prehispánicas''. En él puede usted, lector(a) que gusta curarse con medicina alternativa, ya sea porque tiene alma de conchero(a) o porque no tiene dinero, enterarse de las variedades y usos de las plantas mexicanas cuya riqueza es impresionante; encontrará también testimonios arqueológicos, entre ellos el Mural de Tepantitla, en Teotihuacan, donde se representa el paraíso de Tlaloc o Tlalocan (que resulta hermoso como obra de arte pero muy complicado como receta médica, tanto, que ni los arqueólogos -que lo que no saben, lo inventan- han podido descifrarlo). Pero usted no se arruge porque también le dan por el mismo precio (50 blindados) la historia de la herbolaria, y le recomiendan algunos yerberos (no hierberos, por favor) y curanderos, pasando por los médicos y farmacéuticos (los añorados boticarios, entre los cuales habría que recordar al poeta cristiano de Lagos de Moreno, Francisco González León; atrás de su botica se reunía una tertulia parnasiana a la que acudía de vez en cuando Ramón López Velarde) del siglo XIX. Otra razón para adquirir Arqueología Mexicana es el sobre anexo donde puede usted ordenar por correo sus números atrasados, para completar su colección (la cual, nos aseguran, no será requisada por la PGR o los agentes de Gobernación, como les sucedió a otros coleccionistas, y de lo cual hablaremos en un próximo número).
Equis. Cultura y sociedad. La revista que encabeza Braulio Peralta nos envía su entrega mensual número 17, y en ella puede apreciarse que ya va alzando vuelo y confirmándose como un hito importante en nuestro horizonte cultural. En este número le ofrecen a usted, heterodoxo(a) lector(a), textos que festejan a Sergio Pitol (por Roberto Bolaño), a la obra de Frida Kahlo (una pieza teatral de Carmen Boullosa sobre el trabajo de la Sufridísima: Trece señoritas, montada por Jesusa y Cía.). Además, textos in memoriam Alberto Gironella, por Angélica Abelleyra y Germaine Gómez Haro. También se entrega un dossier polémico sobre la propuesta de una nueva ley para el Patrimonio Cultural, coordinado por mi tocayo Carlos García Mora, donde todo el mundo echa bola, pero al parecer nadie le entra a la áspera discusión acerca de que, amparándose en la ley de 1972, se han cometido injusticias y agresiones que han llegado incluso a un final trágico. En fin, perdónenme pero yo siempre he desconfiado del izquierdismo gritón y ultranacionalista del INAH y sus sindicados, que antes de argumentar, descalifican, autoproclamándose además como únicos representantes válidos de nuestra idiosincrasia prehispánica, siendo que en realidad lo que están defendiendo es su trabajo, cosa muy legítima pero que no confiesan. No sé qué me pasa. ¿Estaré posesionado por el espíritu de Octavio Paz? ¿El PAN me habrá lavado el cerebro sin que yo me diera cuenta? ¿O simplemente es que trabajé allí un buen tiempo y conocí las entrañas del monstruo? No me hagan caso o, más bien, sí háganme caso y compren Equis, porque trae un plus: un poema en cinco partes de Pura López Colomé, llamado ``Espíritus'', que pertenece al libro Eter es de próxima aparición en la colección Práctica Mortal del Conaculta. (Como de costumbre, le mandamos un castísimo beso a Purísima, ahora no porque sí, sino ¿por qué no?)
Crítica. Para que no me regañen, consigno aquí que han llegado a tiempo -al igual que a las mejores librerías- los últimos números, incluido el 77 (agosto-septiembre) de esta revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla. Mauricio Montiel Figueras entrega un curioso ensayo llamado ``Cuatro personajes en busca de constructor'', que empieza con Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne que un día le dice a su mujer algo así como ``Ahorita vengo, voy por cigarros'', y regresa 20 años después, saluda a su esposa con un beso de ``Ya llegué, vieja'', y se sienta en su sillón favorito mientras le dice a nadie en especial: ``Decidí dejar de fumar. Me estaba matando.'' Bueno, no va exactamente así la cosa pero esa es la idea; si no me cree, compre la revista y busque el texto. También encontrará buena poesía de José Emilio Pacheco, un ensayo sobre Samuel Beckett y un homenaje involuntario a Cortázar -no es 62 pero sí es modelo para armar, por lo menos en mi ejemplar-, donde debió terminar un texto de Miguel Campos y empezar otro de Guillermo Samperio sobre Rimbaud; pero no se apure, puede encontrar las piezas faltantes al final.
Carlos García-Tort
Quiero llenar una parte de estas desordenadas notas con algunos recuerdos personales que, tal vez, puedan configurar la atmósfera humana del exilio en México. Evitaré en ellas los juicios de valor, conclusiones sociologizantes y especulaciones psicológicas. Pienso que la simple narración de algunos fragmentos de memorias puede ser útil al conocimiento de esa etapa histórica de nuestros países. Mi abuela tenía en Guadalajara una pensión para estudiantes y empleados. Gracias a este negocito lográbamos ir tirando y hacer las tres comidas de cada día. No hace falta anotar que dichas comidas eran bastante parcas. La abuela ``llenaba los huequitos'' con robustas sopas de fideos, frijoles guisados y picadillos de imaginativa factura. Un buen día llegó un nuevo pensionista. Era un hombre bajito, vestido de negro, dotado de una poderosa nariz, español, y de maneras suaves y corteses (todo lo contrario del español arquetípico que los iberoamericanos nos hemos formado con base en una realidad mayoritaria). Se llamaba don Ventura y vendía libros a domicilio. Trabajaba para una distribuidora española y, venciendo la repugnancia, ofrecía una voluminosa enciclopedia, una historia de la literatura patosamente censurada, una historia del teatro en la que se hablaba más de Pemán que de Ibsen, y toda clase de manuales para la crianza de gallinas y la manufactura de perfumes artesanales. Hablaba poco y se dormía temprano. Sin embargo, mi curiosidad lo derrotó y me hizo algunas confidencias: había llegado a México en 1939 con su esposa que murió a los pocos meses. En España había sido funcionario del Ministerio de Instrucción Pública, socialista y colaborador de un diario partidista. Su tierra era algo totalmente difuminado por la lejanía. Asfixiaba sus recuerdos y profesaba un desinterés total por el futuro. Muy pocas cosas me dijo respecto a la política y, si lo hizo, fue para satisfacer mínimamente mis constantes preguntas. Le hacía gracia que un muchacho mexicano sintiera tanta curiosidad por saber detalles precisos de la tragedia española. Un día me dijo: ``tuvimos nuestra oportunidad y la desaprovechamos. Lo único que los viejos socialistas podemos dejar a las nuevas generaciones del partido es nuestro ejemplo para que lo apliquen a contrario senso. Si no hacen todo lo que nosotros hicimos su éxito será seguro''. Su amargura nunca tuvo tonos melodramáticos y jamás se puso a echar las culpas sobre los hombros de los otros protagonistas de la trágica aventura republicana. Un día se fue de casa. La despedida estuvo llena de un contenido afecto. Se iba a Sinaloa para trabajar en una pequeña librería. No me contestó cuando le pregunté si pensaba regresar a España. Me miró con simpatía y sus manos formaron un ademán de cansancio, duda y desinterés. Nunca conocí a un náufrago tan acostumbrado a su isla de refugio, tan poco interesado en otear las lejanías para descubrir las velas de una nave salvadora. Aceptaba su destino y sobrellevaba la vida con un silencio y una resignación tan comedidas, que se había convertido en un fantasma. Más tarde, leyendo a Bulgakov, lo comparé con los rusos blancos refugiados en Constantinopla y hundidos en lo que el autor ruso llamaba el no ser. Don Ventura era uno de los casos aislados de aceptación absoluta de la derrota. Los otros que recuerdo seguían pendientes de lo que pasaba en España, militaban en sus partidos, alimentaban sus rencillas retrospectivas y ansiaban regresar a su tierra ya liberada de la dictadura de los espadones. Publicaban revistas y periódicos, sesionaban en las Cortes que se improvisaron en el edificio del Departamento Central (el ayuntamiento capitalino), y llenaban los cafés de la ciudad con sus robustas voces (viviendo en Grecia me di cuenta de que ese desmesurado tono de voz brota del Mediterráneo) que contrastaban con el cuasi murmullo de los mexicanos que participaban en las tertulias, tomaban partido y hasta aventuraban algunos dubitativos comentarios (véase el cuento de Max Aub ``La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco''). Hugo Gutiérrez Vega
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Obtención de quintaesencias teatrales ¿Cómo unifica y simplifica sus diseños el maestro Luna? Más o menos así: Luna lee el libreto que se le presenta y avanza hacia lo esencial, sin detenerse ni desviarse en los detalles, directo, y se apodera de la sustancia teatral que hay ahí. En términos mecánicos, a los que Luna es afecto, diríamos que traza mentalmente el paralelogramo de las fuerzas dramáticas y obtiene la resultante; el diseño es simple y unificado porque refleja esta resultante. En términos químicos: destila mentalmente la obra y obtiene la quintaesencia del espectáculo. Y así el diseño es quintaesenciado, simple, claro y perfectamente ajustado al espectáculo. El razonamiento cronotópico ¿Y cómo se hace esto?, ¿cómo se obtiene la quintaesencia de un espectáculo? No, quién sabe. No hay recetas. Se trata de traducir el texto dramático a términos espaciales. Es el razonamiento cronotópico del que habla Jan Kott: a cada instante (cronos, tiempo) le corresponde un lugar (topos, lugar), ``cronotópico'': el espacio como recipiente del tiempo, las bodas del tiempo y el espacio, eso es el teatro: el tiempo dramático cobra forma dramática en el espacio que le corresponde. A la palabra del dramaturgo, que está en el tiempo, secuenciada, le corresponde un gesto del actor, y al gesto del actor un lugar en escenario, en cierta relación precisa con los otros lugares del escenario (que esperan su momento). Se dice fácil, pero entonces ¿por qué es tan difícil hacer buen teatro? Repito que no hay recetas. Todo talento tiene sus misterios, también el de Luna. Pero puedo dar pistas, esto es, explayar algunas cosas que he visto que el maestro hace cuando trabaja. El salvado por desconfiado La primera es que Luna desconfía de los dibujos. Esto es, muchas cosas pueden funcionar muy bien dibujadas y no funcionar nada ya construidas. Así que Luna se pasea por escenario, fumando, cavilando, y ahí visualiza. Dicen que el famoso arquitecto Barragán, tan original y, como Luna, austero y depurado, hacía lo mismo: cavilar sobre el terreno y visualizar. Eso sí, hay que desarrollar la capacidad de visualizar. Los dibujos dan gato por liebre, la visualización, no. Además Luna tiene poder de invención, enorme. ¿Cómo opera este poder? Aquí va otra pista. Generar un diseño a partir de un elemento Luna suele partir de un solo elemento. Pero clave. Y alrededor de él organiza todo lo demás. Por ejemplo, cuando hicimos una obra llamada Descripción de un animal dormido, aventura surrealista, difícil en todos sentidos, me sorprendió diciendo: ``aquí debería haber una piedra grandota'', y señaló un lugar en escenario. Era una idea por completo loca e inesperada, pero muy eficaz, una idea cronotópica, como debe ser siempre en teatro, que permitía organizar muy bien el montaje. Ahora, vean esto: la piedra grandota al final no apareció, Luna tuvo a bien sustituirla por una cajetilla gigante de cigarros Faros, pero esa cajetilla se generó a partir de la gran piedra original. Por eso digo que Luna parte de un elemento clave y de ahí organiza. Insatisfacción La otra característica de Luna es su perpetua insatisfacción. No está tranquilo, no se contenta con nada, vuelve una y otra vez sobre lo mismo. Dale y dale, y no se cansa. Porque es bueno que sepan que Luna es en extremo crítico. Pocos he encontrado con esa inaudita capacidad para detectar errores o mediocridades. Y esta capacidad la ejerce ante todo sobre sus propios diseños en proceso. No, no está tranquilo y contento, y permanece por largos periodos dubitativo. Pero, claro, cuando termina algo, ya fue y vino mil veces por el diseño y es, podemos decirlo sin exagerar, un trabajo acabado y perfecto. Ya voy a terminar, sólo quiero añadir una cosa. El maestro Luna es maestro en su oficio. De la escena, simplemente, lo sabe todo; pregúntale lo que quieras. En mecanismos de tramoya, por ejemplo, a veces tan complicados. De construcción, de pintura, de acústica, y desde luego de arquitectura de teatros, él que es arquitecto, es una enciclopedia ambulante y activa (ha diseñado y asesorado la construcción de muchos inmuebles). Y siempre ha sido muy desprendido con su saber, generoso con lo que sabe: siempre está dando clases, siempre está enseñando a oficiales o aprendices del oficio. Ha formado a mucha gente, algunos brillantes. Hasta aquí llego. He sido amigo de él por muchos años, lo conozco bien y lo quiero, pero de eso no he querido hablar, de la persona no he querido hablar aquí. Otro día trazaré su retrato, no exento de extravagancia y asombro. Aquí me limité a hablar un poco del artista prodigioso.
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