La Jornada Semanal, 12 de septiembre de 1999
El sereno Nostradamus vaticinó que el mundo acabaría en agosto de 1999. Los mexicanos, tan afectos a la tragedia como espectáculo, nos pusimos nuestros mejores lentes para buscar apocalipsis con figuras. ¿Qué signos terminales hallamos en el verano de nuestro descontento? El 20 de agosto un auto recorrió a toda velocidad la Plaza de la Constitución y quiso seguir por un hueco entre la Catedral y el Templo Mayor. El piloto aceleró hasta advertir que no había calle y que su coche volaba rumbo a una pirámide azteca. Por un milagro quizá atribuible a Tezcatlipoca, dios de la fatalidad, el coche aterrizó sin daños y quedó como una rara ofrenda a los ancestros. El conductor que ensayó esta versión milenarista del sacrificio humano estaba ebrio, y trabaja de policía.
A los pocos días, un oficial del ejército atravesó en su coche la Plaza de la Constitución y tomó las escaleras que conducen al Metro, como si el subsuelo primigenio, custodio de las cosmogonías prehispánicas, tuviera un programa de autoservicio nocturno.
En el agosto de Nostradamus, las fuerzas del orden se estrellaron contra la tradición. A primera vista, se trata de accidentes comunes en un país donde una botella de tequila no basta para inquietar la mente de un chofer. Analizados en detalle, los choques brindan ejemplos rotundos de nuestra aniquiladora, y quizá fecunda, forma de mezclar culturas. La impunidad del siglo XX aterrizó en las piedras donde los fundadores de la ciudad hacían sus ritos sanguinarios. Con toda razón, las autoridades de Antropología condenaron el atropello al patrimonio. La paradoja del asunto es que el bólido arrollador es un símbolo tan típico de la época como las pirámides que mancilló.
Para dar cuenta de su naturaleza híbrida, la Nueva España escogió como uno de sus emblemas el Pegaso, animal criollo que comunica la tierra con el cielo. Es de suponerse que un policía incapaz de encontrar el freno preste poca atención a la mitología. Sin embargo, su coche voló como una versión averiada del Pegaso y recordó que el Templo Mayor emergió a la luz del siglo XX por un gesto tan prepotente e irresponsable como el de conducir a 150 km/h frente a Palacio Nacional.
Un amigo leal me ha contado que José López Portillo afirma en sus memorias que comprobó el poder omnímodo del Ejecutivo cuando ordenó la aniquilación de una manzana de edificios coloniales para liberar los basamentos del Templo Mayor. Después de sufrir durante seis años a un presidente que incumplió su promesa bancaria y canina de ``defender el peso como un perro'', no pretendo leer la vindicación del caos titulada Mis tiempos. En el fondo, importa poco lo que ``sintió'' alguien dispuesto a confundir su investidura con los caprichos de su testosterona. Basta saber qué cometió.
Hoy en día, el centro de la ciudad tiene una zona devastada, el hueco que dejaron las casas coloniales y ahora ocupa un pedregal azteca, expuesto a la lluvia ácida. La solución lógica hubiera sido practicar una restauración subterránea, como la del museo del Louvre, sin destruir la superficie. Pero el presidente necesitaba dinamitar suficientes bienes raíces para equipararse a un virrey español o a un emperador azteca y exclamar, como el protagonista del poema de Jorge Hernández Campos: Yo soy el Excelentísimo Señor Presidente/ de la República General y LicenciadoÊDon Fulano de Tal./ Y cuando la tierra trepida/ y la muchedumbre muge agolpada en el Zócalo/ y grito ¡Viva México!/ por gritar ¡Viva yo!/ y pongo la mano sobre mis testículos/ siento un torrente beodo de vida.
También el conductor que se incrustó en el templo de los sacrificios gritaba ``¡viva yo!'' y sentía un torrente beodo de vida. La Plaza de la Constitución es el sitio donde todos los tiempos se incriminan. El subsuelo recuerda que ahí hubo una laguna; la Catedral se inclina como un barco escorado y los expertos luchan porque el ábside se hunda al mismo ritmo que la nave. Junto a los barandales del Templo Mayor, tecnoindígenas danzan al compás de las chirimías y la música que sale de un ghetto-blaster. Algunos llevan pants y zapatos tenis. En la banqueta de Catedral, los plomeros y carpinteros sin empleo ofrecen sus herramientas en espera de que alguien les dé trabajo. El México azteca, español y criollo, se funde en un solo desastre.
Seis días antes del aerolito automotriz, el músico cubano Compay Segundo se presentó en el Teatro Metropolitan. A sus 92 años, el decano del son habló como un Tiresias caribeño y pidió al público que no olvidara sus tradiciones (resumidas en dos objetos básicos: el sarape y el sombrero). Una multitud que jamás usará traje regional aplaudió a rabiar.
La verdad sea dicha, lo más típico del México contemporáneo es el criollismo trash-metal, el sincretismo que garantiza la aniquilación de todos sus componentes. Al menos para nosotros, Nostradamus tuvo razón. El mundo conocido se acabó pero sobrevivimos por dos causas posibles: 1) El apocalipsis será eterno y habitaremos el País de la Transición Institucional o 2) Nos hemos convencido de que somos el resultado y no el anuncio del cataclismo: estamos mal pero la libramos. La mezcla terminal de las culturas exige otra mirada. ¿Puede haber algo más lógico, a fin de cuentas, que en la ciudad más congestionada del mundo los autos se estacionen en las pirámides?