BOMBAS EN MOSCU
Ayer en Moscú, la capital rusa, murieron al menos 95 personas en el segundo atentado con bombas en una semana. Esta vez las víctimas fueron los habitantes de un edificio de apartamentos de ocho pisos cercano al centro de la ciudad. El pasado jueves otra explosión en una zona habitacional mató a 90 personas e hirió a 200, en tanto que 60 más murieron en atentados ocurridos en la región de Daguestán, por lo que el lunes fue declarado día de duelo nacional. El presidente Boris Yeltsin reconoció que se trata de una guerra declarada del terrorismo contra "el pueblo de Rusia", pidió calma a la población y ordenó reforzar de inmediato la seguridad en las principales ciudades del país, puntos estratégicos y centrales nucleares.
Aunque ninguna organización se ha atribuido los ataques, la dimensión de los daños da cuenta de la capacidad de quienes los perpetran. Detrás de la orden de reforzar la seguridad de instalaciones nucleares subyace el reconocimiento del gobierno de que los terroristas estarían en posibilidad de causar un desastre de grandes dimensiones.
Al momento no existen indicios claros de lo que ha motivado a los atacantes a escoger blancos civiles, si bien se sospecha de rebeldes islámicos que desde hace varias semanas combaten contra el ejército ruso en el Daguestán. De cualquier forma, la serie de atentados obliga a la reflexión sobre el grado de deterioro del tejido social en Rusia y sus causas.
A pesar de la crisis económica en que se encuentra esa nación, se debe reconocer que aún es una potencia con presencia en el escenario internacional y con la capacidad suficiente para alterar el juego político mundial. Pero, a la par de la debacle económica, iniciada desde el fin de la Guerra Fría, existe una crisis política debida, en parte, a la falta de una figura presidencial que cuente con el respaldo de los distintos grupos políticos. En cambio, se mantiene en el poder un Boris Yeltsin enfermo, vacilante y cada vez con menos apoyo social. Esta situación ha creado un vacío de poder a la vera del cual se han desarrollado mafias ųpolíticas y económico financieras, que trafican con armas y con drogasų enquistadas en el propio aparato gubernamental, movidas por intereses lesivos para la sociedad y, al parecer, con la suficiente capacidad para desestabilizar al país.
La serie de atentados terroristas de las semanas recientes no parecen ser la culminación, sino apenas el inicio de una guerra interna que puede alcanzar dimensiones incontrolables. El primer efecto es irreversible: se ha sembrado el pánico y la desconfianza entre la población, de por sí afectada por el creciente desempleo, la devaluación y la consecuente agudización de la pobreza.
El terrorismo podría representar ahora un factor adicional de descontento social que provoque una salida obligada del mandatario, o bien, la oportunidad del gobierno para fortalecerse y combatir a las mafias, si es que realmente las considera sus enemigas, y no, como se sospecha, sus principales aliadas.