Setenta años de hegemonía priísta impidieron la gestación de una cultura política entre los mexicanos. Esa es, probablemente, la peor herencia de los llamados ``gobiernos revolucionarios''. Al promover renovaciones sexenales de los hombres, aunque no de los partidos, campañas electorales desprovistas de ideología y elecciones amarradas, el partido oficial eliminó el debate político y limitó la participación ciudadana, en el mejor de los casos, a especular sobre las inclinaciones de candidatos desconocidos y a votar (como un ejercicio académico) por individuos que tenían asegurada la victoria y, en ocasiones, se lanzaban a contiendas electorales sin oponentes. En esas condiciones, la ausencia secular de un debate ideológico y de una verdadera competencia política, ha ocasionado que muchos mexicanos identifiquen justificadamente el advenimiento de la plena democracia con la derrota del candidato presidencial del PRI. Hoy en día, la intensa búsqueda de esa derrota, que de ninguna manera debe ser despreciada, pues representa un impulso ciudadano importante hacia la formación de una auténtica cultura política, se ha convertido en el eje central del debate en torno a las elecciones presidenciales del año 2000. El problema es que la derrota del PRI, un hecho inusitado en la vida nacional, no significaría necesariamente la instauración de una democracia institucional ni el fin de nuestra transición política. Sería, desde luego, un paso muy importante en esa dirección, pero nada más. Sin propuestas específicas de la oposición, sin partidos políticos institucionales, y sin un verdadero compromiso para reducir la desigualdad social, la añorada alternancia en el poder podría ser una victoria de muy corta duración.
Sin embargo, las últimas elecciones estatales y las encuestas de opinión han demostrado que el PRI no puede ser descartado del escenario político, y que los principales partidos de oposición podrían no tener la fuerza electoral para lograr una victoria individual. Por eso surgió la idea de una alianza opositora, que se vuelve cada vez más aleatoria porque está atrapada en un maremágnum en el que candidatos autoproclamados, partidos menores en búsqueda de candidatos mayores y cuatro precandidatos priístas (más o menos oficiales) compiten por la Presidencia desordenadamente, sin propuestas específicas ni proyectos de nación. El fin justifica los medios.
Debemos hacernos a la idea de que la alternancia pudiese no darse en el 2000, o de que, dándose, no signifique necesariamente el advenimiento de la plena democracia. En un excelente ensayo sobre el cambio (Reforma 2/9/999), Lorenzo Meyer afirmó que desde 1982 ``nuestro país se encuentra inmerso en un (...) proceso de transición política''. Otros, como José Agustín Ortiz Pinchetti, consideran que nuestro proceso hacia la democracia comenzó en 1977, y que ``todavía estamos esperando el final de la transición''. Para Raúl Cremoux, en Una transición interminable, la experiencia mexicana no ha sido ``ni clara ni rápida'', resultando para muchos ``frustrante'', y, para los más, ``sorprendente y novedosa''. Por eso me impactó el título del excelente libro del embajador Luis Maira, Chile, la transición interminable, presentado en el Museo Rufino Tamayo en días pasados, con la participación de Jorge Castañeda y Federico Reyes Heroles. En el caso chileno, el aterrizaje de la transición se ha detenido por lo que Maira llama el ``proceso de amarres'' (el andamiaje de candados constitucionales, controles legislativos, senadores designados y reorganización de la Corte Suprema), diseñado por la dictadura para lograr lo que el autor llama acertadamente una ``sobrevida autoritaria''. (Por cierto, al referirse al ``proceso de amarres'' chilenos, Jorge Castañeda arrancó una sonora carcajada del público que abarrotaba la sala. Palabras más, palabras menos, comentó con agudeza: ``yo creo que los priístas no tienen la menor intención de retirarse, pues no han mostrado preocupación alguna por diseñar un proceso similar'').
A propósito de la transición política de Uruguay, Luis Maira cita una frase extraordinariamente lúcida del presidente Julio María Sanguinetti: ``lo más difícil es armonizar el miedo de los que se van con la impaciencia de los que llegan''. Lo preocupante en el caso mexicano es que existe la impaciencia, pero no el miedo.