Recuerdos del futuro/ La sonámbula

Año 2010. Bicentenario de la revolución de mayo argentina. Los spots oficiales señalan la celebración en megapantallas tipo Blade runner. Buenos Aires, Metrópolis porteña. El clima en la ciudad es opresivo, sofocante como el ''subte" que recorre una vez más los vertiginosos trayectos de Moebius. En un Centro de Investigaciones Psicobiológicas se valoran los efectos de un accidente que provocó, mediante fuga de gases, una amnesia colectiva y diversos trastornos psíquicos en la población. Quienes padecen este mal viven bajo severa vigilancia policiaca; son los ''afectados" y deben siempre cargar documentos, además de ser reconocibles por una mancha rojiza en la mitad del rostro o en el pecho. En este ambiente carcelario, que aspira al tipo de sofisticación tecnológica de Gattaca, una joven, Eva Rey (Sofía Viruboff), es un personaje enigmático, asaltado por visiones y sueños reveladores, una sonámbula depositaria, al parecer, de la clave que permitirá a las autoridades llegar hasta Guana, el líder rebelde que busca liberar a los ''afectados". Un hombre solitario, Kluge (el Eusebio Poncela de La ley del deseo, Almodóvar), será el delator/posible sicario encargado de seducir a la joven y asegurar que la operación llegue a buen término.

En Recuerdos del futuro, su primer largometraje, el argentino Fernando Spinner manifiesta sin reticencias su placer de cinéfilo, su gusto por el comic y la ciencia ficción, y lo hace con tal fruición que su película se convierte rápidamente en un catálogo de sus gustos y obsesiones, siempre a un paso de la parodia, pero tomándose muy en serio la empresa, ensayando cuanto ángulo y juego de cámaras le parece innovador o sugerente, sin preocuparse demasiado en que los diálogos (escritos por él, con Ricardo Piglia y Fabián Bielinsky) tengan mucha consistencia o escapen al ridículo. ''El fin del mundo lo provocará una mujer que despierta, no un aerolito", diálogos por el estilo.

Geografía desoladora de road movie de las pampas. Pueblos abandonados (Indio muerto, Saavedra) que con melancolía evocan una época anterior al control totalitario. La fotografía en blanco y negro subraya esa grisura de la memoria intervenida, con referencias visuales a Wenders (En el transcurso del tiempo), pero también a Jodorowsky (El topo). Un viejo científico, el doctor Gazzar, vaga reminiscencia del Mabuse expresionista, controla todo en este universo futurista de rascacielos, monorrieles, y cementerios de autos (la chatarra del siglo pasado), en este paisaje de videojuego en que quedará transformada Buenos Aires en sólo diez años más. La policía verifica la presencia de drogas o cualquier sustancia extraña introduciendo su larguísima lengua en la nariz de las personas vigiladas, con efectos especiales estilo Robocop o Terminator. Son muy pocos los dispositivos modernistas -gadgets vistos hasta el hartazgo-, que Fernando Spinner evita tomarle a Hollywood. Su gusto por el clonaje genérico, su creencia en la eficacia del thriller apocalíptico, su irrefrenable afán por parecer profundo ("La mujer de un mito debería ser también un mito"), y vagamente esotérico, convierte a este filme en producto híbrido, poco original y pretensioso. Un poco a contracorriente de los mejores esfuerzos que hace el cine argentino por expresar una voz propia.

 

n Carlos Bonfil n

 

Mirando al mar

 

El título original del primer mediometraje del joven francés Francois Ozon expresa una orden: Mira al mar (Regarde la mer) y, por homofonía, obliga a concentrarse en uno de sus dos personajes femeninos: Mira a la madre. La traducción que propone el Foro de la Cineteca, Mirando al mar, sugiere una contemplación tranquilizante; el filme de Ozon, perturbador y macabro, ofrece a sus espectadores justamente lo contrario.

En una pequeña isla, Sasha (Sasha Hails), una joven inglesa, espera en su casa de campo el regreso de su marido, de viaje en París. Su única compañía es su bebé de diez meses. Lentamente describe el cineasta su rutina doméstica, como en una cinta de Chabrol, o como en la inquietante Juegos divertidos, del austriaco Michael Haneke. La llegada de una joven viajera, Tatiana (Marina de Van), que solicita, sin amabilidad, acampar en su jardín, marca el inicio de una verdadera historia de suspenso, que invita al espectador a participar de modo directo en su juego de anticipaciones dramáticas. Es notable la capacidad de observación de Ozon, su atención a los detalles y su recreación de una atmósfera opresiva. Una escena impactante en la sala de baño sorprende por su laconismo y su manera de resumir el carácter de Tatiana. Después de eso, cabe por supuesto esperar lo peor. El horror es maliciosamente diferido y sin embargo se insinúa en cada escena. Proliferación de pistas falsas (ambigüedad en la relación de Sasha y Tatiana); desmistificación del papel de la maternidad (el bebé siempre desatendido, ignorado y, con todo, omnipresente); inesperada solicitación sexual de la madre, quien después de ser voyeurista de parejas gay, seduce a un extraño en un campo abierto; la confidencia de un aborto autoinducido, reivindicado por la joven intrusa. Hay una sensación persistente de malestar y la ausencia de cualquier certidumbre tranquilizadora en el desarrollo de la trama o en su desenlace.

Ozon maneja con precisión el contraste entre los dos personajes femeninos, entre la ingenuidad desconcertante de la madre y la perversidad con que la invitada controla poco a poco la situación. Se diría una revancha de la incorrección moral y la indigencia, sobre la placidez civilizada de una clase media sin problemas. Aquí la cinta remite a La ceremonia, de Chabrol, más que a las historias de terror hollywoodense, donde macabras intrusas mecen la mano de una cuna. La fotografía de Yoril le Saulx, y la música de César Franck capturan muy bien la oposición entre exteriores luminosos, plagados de sensualidad y misterio, y el interior de la casa, con un ambiente ominoso y funesto.

La cinta de Ozon, de 52 minutos, se acompaña de uno de sus cortometrajes más populares y logrados, Un vestido de verano (Une robe d'été), con el que comparte varios aspectos, las locaciones veraniegas (una vez más, la playa), el juego de ambigüedad en los encuentros sexuales (el bosque y la experiencia erótica furtiva), y un número reducido de personajes (nuevamente tres). La diferencia enorme es el carácter lúdico de la historia, la frescura de sus personajes y el placer de narrar una anécdota amorosa a partir de un pretexto mínimo (un vestido de verano), como en algún cuento moral de Eric Rohmer. Juego de seducción, iniciación (hetero)sexual de un joven gay, reafirmación de su goce erótico luego del descubrimiento de la diversidad, y finalmente, un tono de vitalidad y alegría que contrasta poderosamente con las oscuras intensidades de Mirando al mar. Dos cintas verdaderamente notables.

n Carlos Bonfil n