Las fiestas de quince años se establecieron en ciertos sectores sociales para declarar a las muchachas como casaderas. Con el tiempo, nadie en su sano juicio puede creer que una chavita de esas edad pueda ser dada de alta por su familia como casadera. Pero la costumbre prevalece aunque muchos la encontremos más bien cursi e inútil; sin embargo, un brillito en los ojos de alguna alumna preparatoriana al contarme de su fiesta y enseñarme fotos de su vestido, me hace pensar que es uno de los pocos momentos de recuerdo gratísimo que puede atesorar de por vida. Para un diario como éste, los quince años de vida que celebramos es la consolidación de un proyecto que rebasa lo meramente periodístico. En esta década y media hemos leído en sus páginas la historia contemporánea y hemos podido comprender, gracias a su compromiso con las mejores causas, hechos nacionales como el ascenso cardenista, el ¡Ya basta! de los que parecían someterse a todo por no ser ``gente de razón'' en esa heroica rebeldía que mira de otro modo la manera de hacer política, las luchas universitarias y de otros sectores que impulsan causas populares.
La cultura artística también ha sufrido cambios, desde el triunfalismo del sexenio pasado que erigió el controvertido Centro Nacional de las Artes, la instauración de las becas para los creadores y el Sistema Nacional de Creadores. Si bien el complejo del CNA pronto es visto por no pocos como un suntuoso e ineficaz elefante blanco, las becas y coinversiones -sin negar que en muchos casos puedan ser discutibles- permiten que una gran cantidad de proyectos, por lo menos en teatro, puedan ver la luz. Para los teatristas de la capital se rescata el Centro Cultural Helénico que en manos de Otto Minera se ha convertido en un reducto de teatro interesante y en ocasiones nos ha presentado a jóvenes talentos.
La caída del mundo mal llamado socialista despojó a toda una generación de ideales por qué luchar; entre otros, el teatro hecho por los nuevos artistas se despolitizó y se convirtió en intimista. Algunos creadores jóvenes, si tocan el espectro político, lo hacen para mostrar su desesperanza finisecular. Y sin embargo, los grandes temas están allí, pero parecen preocupar más a una generación anterior. Así, el esfuerzo de Teatro Clandestino, que intentó revivir el teatro político de circunstancias, en el que se escenifica Todos somos Marcos, de Vicente Leñero, uno de los poquísimos textos que tratan la rebelión zapatista (el otro, la discutida Malinche, de Víctor Hugo Rascón Banda). El conflicto de Chiapas, empero, movilizó a gran parte de la comunidad teatral en esfuerzos extrateatrales, e incluso alguna incursión teatral de emergencia, como un Moliére adaptado que se presentó en el Zócalo y recorrió las zonas en conflicto. Los crímenes políticos fueron tema de escenificaciones cabareteras hechas por Jesusa Rodríguez y de Krisis, con texto y dirección de Sabina Berman.
Si bien el teatro social y político en nuestro país es muy escaso, los grandes movimientos mundiales se emparentan con el sentido del teatro. El llamado fin de las vanguardias -con todo lo que tenga de contaminación milenarista- ha hecho repensar su quehacer a nuestra gente de teatro. Por un lado, están las incipientes escenificaciones multimedia, de mayor o menor resultado. Pero también está el regreso al texto por parte de algunos grandes directores que antaño lo desdeñaban, con lo que la vieja controversia entre autor y director se disipa. Una nueva generación muy talentosa irrumpe rompiendo todas esas barreras y los jóvenes teatristas toman acuerdos para crear conjuntamente sus espectáculos. La escenografía y la iluminación cobran inusitado relieve y los actores más capaces otean las necesidades de los diferentes lenguajes de teatro, cine y televisión.
La crisis económica y los diseños del neoliberalismo tocan a las instituciones. El IMSS se encuentra con edificios de difícil mantenimiento en todo el país y salva el escollo al ofrecerlos en comodato o en alquiler muy vigilado, lo que permite a los teatristas de los estados configurar de una vez un perfil profesional, que se verá acentuado por el programa de Teatro Escolar en los Estados. De la UNAM en este momento no podría hablar. Sólo, que las contradicciones son tantas que algún impoluto representante de la izquierda imparte clases de teatro en sedes alternas. Pero, fuera de este repaso de sucesos, me va quedando, como a muchos, la necesidad de repensar el país, repensar a nuestras instituciones y repensar nuestro teatro. Que lo vean los lectores de La Jornada en sus próximos muchos años de vida.