La insurgencia fue uno de los momentos más profundos e iluminantes de lo que México podría ser al ingresar a la historia universal. El Hidalgo de Guadalajara (1811) echó semillas que pronto florecieron en el huerto de José María Morelos y Pavón. El cura de Dolores advirtió que la victoria en Guanajuato y la diáspora que emprendió desde las afueras de la capital novohispana, no sobrevivirían sin organizarlas en administración pública, y entonces decidió estructurar el gobierno sugerido por Ignacio López Rayón. Ya como un principio de nuevo Estado e izando el emblema de la guadalupana, asombrose de que Calleja y Cruz arrojaran al suelo a la Reina Morena y elevaran por los aires a la Virgen del Rosario, española por los cuatro costados. Ahora que el panista Fox escandaliza con la Virgen de Guadalupe, vale recordar que el eminente intelectual Hidalgo percibió con claridad la mexicanidad de esa virgen, a la que encomendó sus quehaceres libertarios, y que sacrilegio es tanto usar el mito sagrado con fines electorales como exhibirlo entre manos casi analfabetas. Es triste mirar hoy un PAN tan alejado del que imaginara en 1939 el sabio Manuel Gómez Morín.
Volvamos al tema; Hidalgo cayó y Morelos recogió el lúcido ejemplo del jefe corralejeño, burló los ejércitos de Fernando VII y convocó al constituyente de 1813 a organizar un Estado soberano, justo y respetuoso de los derechos humanos, aportando el principio original de justicia social en el grado de deber eminente del gobierno: el poder político generaría condiciones que otorgasen al pueblo un nivel de vida compatible con la dignidad humana. Ninguno de los grandes revolucionarios de la época, ni Jefferson en 1776 ni Hamilton en 1786, ni los franceses de 1789 ni la constitución robesperiana de 1793, ni la Ilustración de Voltaire ni El contrato social ni Bolívar, plantearon la equidad humana como lo hizo Morelos al redactar los Sentimientos de la Nación. Nótese bien. En sólo un trienio, la insurgencia puso en marcha un proceso innovador y una de las teorías de liberación más avanzadas en el orto del siglo XIX. Fue indispensable que la era santannista segmentara al país vendiéndolo al extranjero, pisoteara al congreso de San Pedro y San Pablo, impusiera sus caprichos y el de sus financieros con el nombre de centralismo y acordara con Lucas Alamán y los conservadores (1853) fundar una paz virtual por carecer de realidad, y soñar otra vez un México con pabellón castellano, para que sus desmesuradas estafas provocaran la reacción que llevó, en 1857, al Estado liberal incompatible con el dogmatismo y el dominio de los monopolios económicos, que concluirían con la muerte de Juárez (1872) y el entronamiento de Porfirio Díaz (1877), cuya tiranía indujo la crisis revolucionaria convocada por Madero en 1910. En esos cien años, México buscó apuntalarse en las ideas insurgentes y reformadoras: soberanía absoluta, justicia social, antidogmatismo y liberación del poder económico por la desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos; a pesar de las doctrinas insurgentes, los reformadores no tocaron el monopolio civil de la riqueza que los dinamitó al sumarse los latifundistas al presidencialismo militar disfrazado de liberalismo, que en 30 años ahondó la miseria de las masas y entregó la economía a subsidiarias del capitalismo metropolitano. El pueblo y su Revolución pusieron punto final al supermercado con que Limantour y los científicos beneficiaban a elites nacionales y extranjeras. La Constitución de 1917 recobró el dominio directo de la nación sobre sus recursos y redistribuyó la riqueza en nacional, social y particular: la meta fue que el Estado encauzara una economía de equidad capaz de hacer real tanto la práctica de la libertad personal cuanto la libertad soberana en el concierto mundial. Es decir, la Revolución agregó a la insurgencia y a la Reforma el proyecto de hacer de México una colectividad próspera y no explotada por minorías acaudaladas, y un país que discutiera sus relaciones con otros pueblos en situación de paridad y no de subordinación a los centros industriales.
Igual que Cuauhtémoc, los mexicanos no estamos en un lecho de rosas. El anti México ha sido constante, persistente y a las veces muy poderoso. Iturbide, Santa Anna, Porfirio Díaz y el presidencialismo autoritario de nuestro tiempo significan la no libertad ciudadana, la subordinación de la soberanía, la negación de la justicia social y la destrucción del Estado de derecho por un poder de facto mañosamente encubierto desde 1824 en una legalidad sin legitimidad. El resultado del anti México es miseria de las masas, transferencia de la riqueza nacional a los millonarios, sustitución de una economía nacional por una economía maquiladora y obstrucción por igual de la cultura nacional y del genio que la crea y la defiende. La historia de México es la historia de un México creador y un anti México destructor, y las elecciones del 2000 nos plantean el dilema del siglo XXI: ¿hará el pueblo triunfar a México o será derrotado por el anti México?