Eulalio Ferrer Rodríguez
Privilegios, poderíos y riesgos de la televisión
Concesión oficial, el medio televisivo en México goza de no pocas ventajas, al margen de sus peculiaridades tecnológicas, y de una privilegiada posición en el mercado publicitario, del cual absorbe alrededor de 65 por ciento de sus recursos totales. Desde que en los años 70, la empresa dominante se volcó en la actividad informativa y periodística, el medio viene gozando de un trato favorable, convencionalmente entendido con el sistema gobernante, a cambio de la posible contribución del medio a una estabilidad política por la vía del entretenimiento televisivo, como una especie de terapia colectiva. La pantalla chica con todos los esplendores y seducciones de los espectáculos, con sus glorias artísticas y deportivas, incluido el dardo venenoso de la violencia y el lloro ritual de las telenovelas.
Dentro de algunas aperturas en el proceso de democratización que vive el país, la televisión ha sido elegida como el medio idóneo de los partidos que protagonizan la campaña electoral del año 2000, según modelo genuino de importación. La propaganda, convertida en publicidad; los candidatos instalados en las estrategias y los tratamientos cosméticos de los productos comerciales. Y la publicidad, curiosamente, gozando desde las trincheras teóricas de la propaganda, de licencias prohibidas en su espacio natural, el de los servicios comerciales, por las normas oficiales y los códigos de ética que lo rigen. Todo lo cual no hace sino acentuar el subido tono de espectáculo que tiene la política, hecha circo al más puro estilo norteamericano. Un campo abierto, con todos sus vínculos interdependientes, tanto para fomentar ventas e intereses, como para mostrar el poderío de un medio y su influencia en la vida contemporánea, quizá como la máxima expresión de la llamada cultura de masas en su entronque con la cultura visual. A ninguno dedica el ser humano de hoy más tiempo, cuatro horas diarias de promedio. Ninguno fascina ni dramatiza tanto lo que sucede en nuestro entorno: transforma en acontecimiento lo que toca, sea importante o superfluo, positivo o negativo. Pareciera que donde está la pantalla televisiva está el centro del mundo, convertida en guía de la atención pública y, frecuentemente, en cita referencial sobre los demás medios. Valga un testimonio todavía recordado: la matanza de 17 campesinos en Aguas Blancas, en Guerrero, a fines de 1995, fue denunciado por todos los medios impresos y radiofónicos durante varias semanas. Fue suficiente que el Canal 2 presentara un documental de 17 minutos, con las imágenes de la matanza, para que de inmediato fuese destituido el gobernador del estado.
No sería lógico menospreciar, al margen de sus fallas y omisiones, la fuerza y la influencia del medio televisivo, que en México alcanza una cobertura nacional de alrededor de 25 millones de personas. Pecarían de anacronismo las acusaciones primerizas, sobre todo en las esferas intelectuales, contra la televisión: ``La caja idiota'', ``la máquina de hacer salchichas'', ``la ventana de la estupidez humana'', ``la pantalla del pesebre'', ``el instrumento de cretinización...'' Nos parece excesivo el juicio de Giovanni Sartori, tan profundo por lo demás en el análisis del medio, en cuanto a que el espectador de televisión sea un ``animal ocular''. Pudiera ser, sí, la ``carga de la brigada luminosa'', como lo denominó James Joyce o ``geografía del alma'', como lo llamó Michael Novak. En la línea defendida por Richard Hoggar, en cuanto a que ``la televisión no limita el mundo imaginativo, sino que lo expande''.
Es el buen uso de la televisión lo que debe preocuparnos. De su eficacia no hay duda. Importa que sea, cada vez más, un medio, no solo recreador del entretenimiento sino promotor de la cultura, en marcha paralela con la revolución más urgente de México, la educativa. Medio no sólo activador de los bienes de consumo, dentro de un mercado libre, sino propulsor de niveles más altos de bienestar y calidad de vida. Algo apremia corregir o evitar: la violencia como cortejo tendencioso del espectáculo; como producto fácil de venta y de auditorio asegurado. Que sirva de aviso perentorio lo que está ocurriendo en la vecindad estadunidense, ese país en donde los niños ven televisión 28 horas a la semana y aprenden a matar, aun en sus propias escuelas. De ese país que atribuye a la televisión 10,000 asesinatos al año con los ingredientes agregados del sexo y la droga en primer lugar. El país, precisamente, que estudia la implantación del llamado chip antiviolencia, frente al terrible avance de ésta.
Centrado el medio en sus perfiles contrastantes, de cara a sus nuevas prolongaciones y dominios, vale recordar otro aviso esencial. Preocupado por la tremenda fuerza del medio -y sus excesos-, haciendo valer la conciencia crítica del filósofo, Karl Popper, en una de sus últimas páginas, escribió con alarma: La televisión se ha convertido en un poder demasiado grande para la democracia. Ninguna democracia puede sobrevivir si no se pone fin al abuso de este poder. Es, sin duda, una preocupación que no puede desdeñarse. Invita a ponderarla sin ignorar, más allá de ella, la fuerza subyugante de un medio que acaso desborde por su naturaleza -combinación de luz y sonido-, la capacidad receptiva del hombre contemporáneo.