Luis González Souza
Sueños patrios

Sueño, luego vivo (no sólo existo). Escribo, luego divulgo hasta lo que sueño. Pues bien, el patriótico 15 de septiembre soñé que México por fin era una nación respetable y respetada. Pero quizá por los efectos del bailongo con que celebramos los primeros quince años de La Jornada, ese sueño fue accidentado. A ver si aquí logro reproducirlo.

Para empezar, soñé que México era un país independiente y por lo mismo muy celebrado, mas no con el podrido ritual de siempre. Soñé que el balcón presidencial estaba abajo para que, desde arriba, el pueblo pudiera observar con lujo de detalle a sus mandatados. Y lo más emocionante fue que el balcón era ocupado, ya no por un Señor Presidente, sino por un equipo de gobierno al fin representativo de nuestra riquísima diversidad cultural. Inclusive, me pareció ver a Ramona, a Tacho, a Moisés, a David y a Zebedeo, junto y a la misma altura de Cuauhtémoc, Vicente y hasta un joven Esteban, así como Gilberto Borja, Juan Sánchez Navarro y Lorenzo Servitje, codo con codo con reconocidos dirigentes estudiantiles (ningún Mosh), sindicales (ninguna Güera), campesinos (cero CNC) y hasta religiosos (el mismísimo Tatic). Todos en medio de un buen número de mujeres (morenas, rubias y mestizas) que le imprimían una belleza singular al acto. Marcos, fundido en la multitud, aplaudía a rabiar.

Ante tamaño espectáculo, ya nada parecía imposible. Vaya, hasta soñé que al finalizar el festejo varios mandatados se retiraban a un rincón para atender a una persona muy importante, a juzgar por su escolta. Y es que a esa persona le urgía consultar un montón de cosas: cómo acabar en serio con el narcotráfico; cómo aplicar el recién firmado Tratado de Libre Autodeterminación (TLA, remplazante de un muy mal recordado TLC); cómo pulir el sinnúmero de monumentos al Bracero Mexicano; cómo dejar de obstruir el desarrollo de México y, en fin, cómo preparar el festejo de la hermandad mexicano-estadunidense que por fin lograron fraguar los ciudadanos de ambas naciones.

En la parte más profunda de mi sueño, me pareció escuchar que la persona con urgencia de consultar a nuestros mandatados, se apellidaba Clinton. Sí, ahora recuerdo bien: era Hillary Rodham Clinton (y en su escolta jugueteaban, hasta atrás, un tal Billy y una tal Mónica). Su contraste con los miembros indígenas de nuestro gobierno era a un tiempo hermoso y paradógico. Ella, más blanca y sencilla que nunca; ellos, más morenos (ya sin pasamontañas) y más firmes que todo el ejército estadunidense. Más impaciente fue la conversación que alcancé a escuchar: ``Lo más primero que queremos decirle, señora Clinton, es nuestro gozo por venir a consultarnos. Como usted bien lo ha aprendido, consultar a la gente es una tradición muy nuestra, que por fin logramos reivindicar en todo nuestro país. Y por lo que ahora vemos, también en países vecinos''.

Todavía con un dejo paternalismo, o más bien materialista, Hillary interrumpió: ``Es que ya no podemos cargar más con nuestra culpa hacia los mexicanos. Los hemos fastidiado mucho y ahora queremos ayudarlos... ``Vino entonces una réplica contundente: ``La culpa es nuestra. Nos tardamos mucho en construir un gobierno con la fuerza que sólo da él. Por fin, la sociedad nos obligó a hacerlo, y por eso hoy podemos hablar de tú a tú, y podemos crecer parejo, un país al lado del otro. Respecto a sus ganas de ayudarnos, todo lo que pedimos es que nos conozcan bien y nos respeten. De esa manera, todos saldremos mejores. Y de sus ofensas anteriores, palo dado ni Dios lo quita, pero estamos bien acostumbrados a perdonar.

En su retirada, Hillary sacó de la escolta a Bill para espetarle: ``¿Por qué nunca aprendiste nada de los mexicanos más primeros? ¿No te diste cuenta de cuánto podemos aprenderles? Ahora sí, su Independencia va en serio y más nos vale aprovecharla para reeducarnos en nuestro trato con los demás países''. Bill asintió... y yo desperté.

Y cuando desperté, la guerra seguía ahí, pero más ponzoñosa: guerra contra el pensamiento independiente (UNAM); guerra contra el pudor (Fobaproa); guerra contra nuestras propias raíces (Chiapas); guerra contra nuestras reservas de dignidad y esperanza (zapatismo). Guerra, pues, contra nuestra Independencia y contra el deseo mismo de seguir soñándola.

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