Las recuperaciones en la economía mundial son lentas y localizadas. Ellas superan en poco el crecimiento demográfico o, en el mejor de los casos, están muy por debajo de las medias históricas de los periodos de auge de esos mismos países o regiones o son simplemente recuperaciones parciales del terreno perdido en las caídas anteriores. No resuelven pues el problema de fondo que consiste en que las capacidades productivas superan en mucho la capacidad de absorción de mercancías y servicios por la población mundial. En efecto, si los salarios reales, incluso en Europa, Japón y Estados Unidos, se reducen constantemente y en los países dependientes ``emergentes'' están al nivel de los años sesenta o setenta y si enteros continentes, como Africa o América Latina, pierden posiciones relativas en el comercio mundial ¿cuál demanda puede responder en efecto al aumento de la tecnificación y de la productividad, sobre todo cuando se hunden los sectores tradicionales y de supervivencia que en muchos países antes sostenían el nivel de vida de los trabajadores?
El aumento de la tasa de ganancia debido a una mayor productividad y a una reducción del costo por unidad de producto, con salarios prácticamente congelados o que disminuyen, hace fabulosamente ricos a unos pocos pero, al mismo tiempo, arroja a la miseria y a la desocupación o semidesocupación a centenas de millones de personas. En otras condiciones históricas, el capitalismo recuperaba el equilibrio destruyendo capitales y millones de personas mediante sangrientas guerras coloniales o mundiales. Con la mundialización y la difusión de las armas atómicas ese tipo de ``solución'' es improbable. Asistiremos más bien, como en Africa o Irak a matanzas y genocidios perpetrados con alta tecnología de modo de que el agresor no tenga muertos o a destrucciones masivas, como en Yugoslavia, porque la industria armamentista estimula la economía y la competitividad de las grandes potencias mediante enormes inversiones estatales a pura pérdida, con el agregado de que aquéllas pueden decidir dónde y cuándo ``gastar'' esas armas. La sobreproducción y la carencia de posibilidades de ``saneamientos'' mediante la destrucción masiva y violenta de bienes, capitales y gentes prolongan pues la onda larga recesiva y, por lo tanto, desvían la plétora de capitales de la inversión hacia la especulación y la usura, trasladando la crisis financiera de una región a otra y amenazando con un colapso del sistema financiero mundial. La idea de la Tercera Vía de que es posible paliar los efectos criminales del sistema para mantenerlo es utópica y antihistórica: en efecto, si los países capitalistas conocieron los ``30 años gloriosos'' del boom de la Posguerra fue porque la guerra mundial y las revoluciones que la sucedieron les dieron margen para una modernización y los obligaron a hacerla. El miedo a la revolución elevó los salarios en Europa, obligó a conceder derechos y mejores condiciones sociales, desarrolló los mercados internos y, con ellos, la competitividad. La misma idea del Estado del Bienestar no fue resultado de los socialdemócratas sino del miedo, ya a principios de siglo, a las revoluciones y guerras que se veían venir y ninguno de sus padres (los Webb, lord Beveridge, lord Keynes o el mismo Franklin D. Roosevelt, con su New Deal ) eran socialistas.
El capitalismo despilfarra inmensos recursos en la producción de bienes inútiles, la destrucción de empresas mediante la competencia, la destrucción ambiental, los desastres económicos y ecológicos que provoca con su tipo de producción de alimentos sin tener en cuenta las consecuencias sanitarias y sociales y destruye, con las guerras, poblaciones y bienes materiales en escala gigantesca o, con las crisis recurrentes, hace perder bienes y décadas de desarrollo y de conquistas materiales. Al mismo tiempo, anula enorme cantidad de capacidades humanas con la desocupación estructural, la reducción de la enseñanza superior, el desperdicio de los mejores cerebros para la contaduría, la publicidad, el cabildeo de las empresas o para las guerras comerciales o militares. El capitalismo destruye además el hábitat no sólo de la actual generación sino también de las futuras y, por lo tanto, quita las bases materiales para una civilización sostenible. Es evidente, por lo tanto, que no sólo no es el mejor sistema sino que tampoco es eterno. Pero eso, como dice Inverlat, ``es otra historia''.