El atraso institucional, cuando no la ilegalidad, han caracterizado las relaciones entre los medios de información masiva y el Estado. De la discrecionalidad flagrante se pasó ahora a la resignación burocrática o a la búsqueda de acomodos que reproduzcan la situación inicial.
Hacia estas conclusiones apuntan las más variadas investigaciones y a este enorme golfo entre legalidad y realidad se han dirigido los mejores esfuerzos de reforma legislativa y de los medios, como los que ha promovido en sus importantes libros y ensayos el ahora doctor Raúl Trejo Delarbre. Tomos mil documentan esta historia de empeños y frustraciones, por lo menos desde que se consagró en la Constitución el derecho a la información y, luego, la Cámara, en palabras de su líder, Luis M. Farías, ``no le encontró la cuadratura al círculo'' y el mandato constitucional pasó al limbo.
El año pasado, asistimos con vergüenza y azoro a un cuasi linchamiento, virtual por fortuna, de un diputado y unos compañeros y asesores de causa, quienes cometieron el crimen de buscar de nuevo una legislación que actualizase la relación de los medios con la sociedad y el Estado. Supimos de amenazas, vetos, listas negras y, desde luego, de ruines columnocampañas, con tal de evitar que la convocatoria a estudiar el punto del diputado Javier Corral pudiese ponerse en marcha.
Como se sabe, todo quedó en un lamentable silencio, revelador de una grave debilidad de los partidos políticos sobre el tema. Relegar el asunto, cuando la sociedad más requiere de buena información, deja al país sin un marco normativo moderno. La renuncia de los legisladores a cumplir con su deber y reglamentar el derecho a la información, condena a México a seguir en este desastroso estado de naturaleza que, también en materia de medios y comunicación pública, nos legó el difunto régimen del autoritarismo presidencialista.
Mientras todo esto ocurre y se vuelve una renovada y triste costumbre, los aprestos para las campañas electorales del año entrante hacen evidente la importancia vital de los medios para la política. Bienvenidas, son, sin duda, las declaraciones de intención hechas por las empresas televisoras sobre la equidad en la información y el tratamiento de la política electoral, porque podrían ser un sano punto de partida para una discusión racial sobre el asunto. Sin embargo, hay que admitir que esas promesas son del todo insuficientes a la luz de lo que está en juego.
La autorregulación, así como la elaboración por parte lo medios de unos códigos de ética, se ha probado empresa vana mientras no haya un marco formal que regule y dé sentido jurídico a dichos compromisos, casi siempre ignorados por los medios y sus dueños, así como por buena parte de quienes con su trabajo hacen posible la producción de información en nuestro país. Parece, por otro lado, misión imposible plantearse a estas alturas del campeonato una campaña ``en paralelo'' destinada a la civilización de los medios.
Por desgracia, es esta ``incivilidad modernizada'', heredada de un sistema político sustentado en la ausencia de reflejos cívicos, la que hoy aparece ante todos como la materia prima por excelencia para hacer avanzar los intereses de uno u otro bando, para los que lo único que cuenta hoy es el flujo de caja que los vuelva el mejor postor de la hora.
Así, se corre el alto riesgo de convertir a la incipiente política democrática en una grotesca imitación de lo que se cree que es la política en Estados Unidos. La imagen vulgar de lo que allá se hace, la expresión más grosera del uso mercantil de los medios para la política que allá encuentra una expresión máxima, se presenta aquí como el único, hasta el más promisorio, de los paradigmas para la relación entre los medios y la política.
No sólo se contratan asesores y estrategas de cuyos fracasos nadie habla jamás, sino que se justifica la degradación de la política al proponerla como programa cómico, lo que se presenta como una necesidad impuesta por la segmentación de la audiencia que a su vez han impuesto los propios medios masivos. De círculos viciosos y elementales como estos nadie puede salir ileso, mucho menos un proceso político que apenas empieza.
Concebir la historia de México como una película que basta con ver para volverla parte de la cultura de cada quien; hacer el ridículo ante profesionales de lo mismo; llevar las destrezas de la mercadotecnia a un altar del que sólo pueden emerger dictadores baratos y groseros; en fin, dar el triste espectáculo de actuar sin saber para hacer de la política un espectáculo, son los aspectos más notorios de un escenario al que México no tiene por qué entrar, aún en estas condiciones de pobreza discursiva e inopia imaginativa en que se estrena su democracia.
La reforma de los medios y la reglamentación del derecho a la información, deberían ser puntos centrales de toda política en verdad renovadora. Su ausencia revela que por ahora eso no existe.