MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco


La ley de azogue

Lo he utilizado todo: desde carbonato con limón hasta infusiones, ungüentos, hierbas, polvos solos o combinados. Es inútil: con nada se me quita el olor a medicina y a des-infectante. Me sale del cuerpo, del cabello, de la ropa; a veces lo siento hasta en la comida. Conforme pasa el tiempo percibo el olor con más intensidad, tanta que a veces me marea. Entonces me acerco a alguna de las compañeras que trabajan conmigo en la farmacia y le pregunto si no le parece que huelo a algo raro. Siempre pone cara de extrañeza y me responde con otra pregunta: "ƑCómo a qué?" "Pues a medicinas". Se ríe. Dicen que las cápsulas, jarabes, pastillas, sueros y todo lo demás que manejamos no tienen olor. Yo creo que sí: huelen a vejez, a soledad, a muerte.

II

Tal vez lo pienso porque la mayoría de los que vienen son ancianos. Los descuentos y las ofertas especiales que ofrecemos los a-traen como a las moscas la miel. Apenas tenemos una promoción de calcio, laxantes, polvos dentales o antirreumáticos, se me ponen los pelos de punta y me entra un frenesí por hacerlo todo más rápido. Mis compañeras me lo agradecen porque disminuyo su carga de trabajo. No lo harían si supieran que tras mi diligencia hay algo más que entusiasmo por servir a la clientela: necesidad de que los viejos se vayan pronto, antes de que me hagan recordar demasiado.

Claro que se van, pero nunca tan rápido como desearía. Algunos tardan en precisar el nombre del medicamento buscado con ansia durante semanas enteras; otros se acodan en el mostrador y sin ningún tapujo hablan de sus males ųque sólo empeoranų o de los efectos que obró en ellos cierta pastilla. La mayoría se demora en sacar los billetes arriscados que llevan entre sus ropas. Después casi todos invierten largos minutos en contar las monedas del cambio. Mientras lo hacen no faltan los que elucubren acerca de la moneda fuerte que circulaba cuando eran jóvenes.

No dudo que estas reflexiones sean una página viva de la historia. Sin embargo ųme avergüenza confesarloų en cuanto los viejos empiezan a hablar casi no los escucho, sólo ansío que se vayan. Cuando lo hacen procuro no ver las dificultades con que descienden el escalón que separa la farmacia de la acera; trato de no fijarme demasiado en la forma en que se dobla su espalda y me esfuerzo para no imaginarme cuáles habrán sido los colores originales de sus vestidos o sus trajes, hoy siempre pardos. Esas ropas anticuadas y descoloridas son la otra piel de los viejos. Yo también tengo una: es este olor a medicina que no logro quitarme con nada y en cambio se intensifica con los años.

III

Por las noches, cuando vuelvo a casa, lo primero que hago es quitarme los zapatos y sobarme los pies. Mantengo los ojos cerrados y recuento los años que llevo en la farmacia: 24. Me gusta hacer operaciones matemáticas con esta cifra. Me permiten saber cómo está funcionando mi cabeza y asegurarme de que asistí a la escuela.

Me cuesta trabajo imaginar que alguna vez tuve ocho, nueve, diez años. Ya desde entonces olía a medicina porque, como hija única, me tocó atender a mi abuela durante su larguísima enfermedad. Se levantaba sólo para que fuéramos a cobrar su pensión. En esas ocasiones ella era como mi muñeca: la sacaba de la cama, la bañaba, la vestía a mi gusto y procuraba elegir el menos viejo y pardo de sus conjuntos. La primera vez que lo hice me dijo con una voz muy alegre, casi juvenil: "Vamos al banco a recoger mis centavos y después a comprar unas cositas". Cuando un niño oye semejante programa piensa en que irán a una juguetería o por lo menos a una tienda ordenada y limpia con olor a cosas nuevas. No íbamos a ninguna de esas partes sino a esta farmacia.

Aquí mi abuela actuó como he visto hacerlo a los miles de viejos a los que he atendido durante 24 años: pidió a gritos una medicina. Mientras tanto, yo miraba los frascos llenos de dulces de colores con la esperanza de que se le ocurriera comprarme uno. No digo muchos ni todos. Digo uno: el más pequeño y barato me habría permitido sentirme niña. Mamagrande nunca imaginó mi deseo.

Salíamos de la farmacia. Mi abuela se quejaba de sus dolores y de los precios, yo iba cargada con una bolsa repleta de cajas de pastillas, gasas, agua boricada, rollos de algodón y, casi siempre, un termómetro nuevo. Aún me fascinan, quizá porque fueron mis únicos verdaderos juguetes. Cuando alguno se rompía me apresuraba a recoger el azogue. No era fácil. La gota ploma era huidiza, al mínimo contacto con mi improvisada cucharilla de papel se convertía en un enjambre plateado. Lo perseguía y trataba de restituirlo a su forma original durante las horas en que mi abuela, delirante, soñaba con su infancia.

No sé cuántos termómetros se habrán roto durante los cuatro años que dediqué a cuidarla. No puedo decir cómo fue el entierro, pero sí recuerdo el fuerte olor a medicina que sentí al volver del panteón y entrar en su cuarto. Me pareció espantoso que aquel tufo se prolongara más tiempo que una vida.

Comprendí el significado de la muerte cuando mi madre se detuvo ante la cama que conservaba la forma de mi abuela y dijo: "Pobrecita, jamás volveremos a verla". Esas palabras me causaron un dolor muy grande. No encontré mejor forma de aliviarlo que correr al cajón y sacar el frasquito donde había acumulado el azogue.

Me pareció que ella estaba allí. No fue ninguna locura, después de todo aquel metal inasible había servido para medir su tiempo, los avances y retrocesos de su enfermedad, las altas y bajas de su temperatura, su proximidad o su lejanía de la muerte.

IV

Permanecimos en el cuarto de mi abuela el tiempo necesario para recoger algunas cosas y deshacernos de otras. Luego, sin darme explicaciones, igual que cuando me había dejado allí años antes, mi madre ordenó que empacara mi ropa porque volveríamos a vivir juntas. La idea no me gustó. En cuanto llegamos a la casa busqué un lugar seguro para mi frasco de azogue. Lo sacaba del buró los domingos en que mi madre tenía que ir al hospital donde era afanadora. Aquellas tardes, para no pensar en mi soledad y para reconstruir a mi abuela, extendía una hoja de periódico en el suelo y sobre ella desparramaba mi azogue. Pasé muchas horas preguntándome cuál de aquellas minúsculas gotas habría llegado hasta el límite de la línea roja donde comenzaban siempre los delirios de mi abuela, cuál se había estacionado en la pasajera normalidad, cuál descendido hasta los 34 grados que hicieron a mi mamá gritar: "Tu abuela se está muriendo. Corre a la iglesia y pregunta si hay algún padre que pueda venir". No conseguí a ninguno.

Regresé al cuarto a tiempo de ver a mi madre amarrar una venda alrededor de la cabeza de mi abuela. "Para que no se vaya con su boquita abierta", me explicó, y pensé en el celo que ponía para impedir que una gota de azogue se me escapara. Luego me pidió que fuera al teléfono de la esquina para informarle de lo sucedido a mi tía Eduviges. Llegó con el delantal puesto y los ojos húmedos, como si hubiera querido adelantar el llanto que le correspondía verter sobre el cadáver de su madre.

Mi madre y su hermana se abrazaron. ƑQué hice yo? Saqué mi frasco de azogue y me puse a jugar con él. Allí empezó el intento por recuperar a mi abuela. Pienso en la imposibilidad de hacerlo cuando veo a los ancianos que asisten a la farmacia. También en que pronto llegará el momento de que sea yo quien entre aquí preguntando por una medicina mientras una niña codicia, como yo lo hice hace tantos años, las golosinas guardadas en los frascos.