La Jornada lunes 20 de septiembre de 1999

Héctor Aguilar Camín
Gobernación y gobernabilidad

Tres tristes temas dominaron la comparecencia del secretario de Gobernación, Diódoro Carrasco, ante la Cámara de Diputados: la persistencia de la inseguridad pública, la huelga sin salidas de la UNAM y la no paz interminable de Chiapas.

El secretario refirió mejorías poco significativas en la lucha contra el crimen, ratificó su nueva convocatoria al diálogo en Chiapas y desechó todo uso de la fuerza para resolver el conflicto de la UNAM. Aunque en ningún momento sugirió el retiro o reacomodo de las fuerzas del Ejército en Chiapas, tanto para ese enredo como para el de la universidad hizo una renuncia práctica a los medios coercitivos del Estado, y puso en el centro de la estrategia gubernamental el diálogo.

Quedó clara, para quien quiso verla, la paradoja que puede empantanar la capacidad arbitral y resolutiva de la autoridad: o carece de medios coercitivos eficaces o renuncia a ellos. Ahí donde está dispuesta a usar sus instrumentos legítimos para reprimir los delitos -en contra de la delincuencia y la inseguridad pública- sus resultados son pobres: la delincuencia sigue ganando la batalla. Ahí donde sus medios coercitivos parecerían abrumadores -Chiapas o la UNAM- el Estado antepone prudentes criterios políticos que hacen inútiles esos medios.

El cuadro resultante en materia de seguridad es el de un Estado que donde quiere no puede, y donde puede, no quiere. Frente a la delincuencia lo frena su incapacidad de coerción. Frente a la acción directa de grupos que violan la ley por motivos políticos, lo frena el temor a agravar el conflicto por el uso de sus medios coercitivos.

Por incapacidad o por prudencia de la autoridad, tiende a extenderse por la vida pública una nueva fase de tolerancia a la ilegalidad, característica de la historia y la cultura política de México. La diferencia con el pasado es que antes había un centro hegemónico que administraba discrecional pero efectivamente esa ilegalidad: el PRI gobierno presidencialista y sus diversas representaciones. Hoy, ese gobierno autoritario ha sido contenido por el ascenso del pluralismo democrático y no puede administrar ilegalmente la ilegalidad. Tampoco puede combatirla por medios legales. Es un Estado más democrático y menos eficaz. Menos impune como gobierno, pero más vulnerable como Estado.

En el fondo de la imagen de ese Estado cojo en uno de sus pilares básicos -el uso legal de la fuerza- nadan dos animales complementarios que se muerden las respectivas colas. De un lado, hay una autoridad que no se siente legítima para usar la fuerza. Del otro, una ciudadanía que recela del uso de la fuerza por parte de la autoridad. La autoridad percibe bien que todo uso abierto de la fuerza, aunque sea legal, será visto por la ciudadanía como un abuso.

Aquí y allá asoma el fantasma de la contradicción mayor: una ciudadanía que pide a gritos seguridad y un Estado titubeante en el uso de los recursos con que puede proveer ese bien básico, en particular el recurso último y decisivo de la fuerza legítima.

Puesto todo junto, creo que México cruza por un trecho de debilidad gubernativa pero no todavía por el abismo de una crisis de gobernabilidad. ¿Cuántos pasos faltan para saltar de una situación a la otra? Es imposible decirlo. Pero el sendero de la renuncia del Estado y el recelo de la sociedad ante el uso legal de la fuerza para aplicar la ley, no puede conducir sino a la ilegalidad endémica, y ésta es la materia de que están hechas las crisis de gobernabilidad.