Debate entre seleccionistas y constructivistas sobre los alcances de la plasticidad cerebral


Señor se nace, doctor se hace

Jorge Lazareff

Seis años atrás, Frances Rauscher, de la Universidad de Wisconsin, reportó que un grupo de estudiantes había mejorado su razonamiento espacio-temporal después de haber escuchado durante 10 minutos la Sonata para dos pianos, de Mozart (K448). Esa interesante observación, casi una tangente del pensamiento de Lysenko, se divulgó más allá de los confines de la neuropsicología. Con nombre propio: efecto Mozart, entusiasmó a padres, educadores y comerciantes, y hasta el gobernador de Georgia (Estados Unidos) lanzó un programa para que cada niño de su estado tuviera acceso a un CD de música clásica.

Según evidencia de estudios más recientes, los beneficios atribuidos a la música de Mozart no son tales. Y esa refutación renueva uno de los debates más interesantes de la neurociencia contemporánea: el de la plasticidad cerebral.

Desde que los humanos comprendimos que las capacidades intelectuales residen en el cerebro, éste ha sido el objeto de concentrados esfuerzos para modificar sus tiempos y sus ritmos. Con Mozart o sin Mozart, se acepta que el cerebro de los mamíferos placentarios no es una estructura estancada; por el contrario, está en constante estado de agitación molecular.

Si bien nacemos con un número fijo de neuronas en la corteza cerebral, nuestro cerebro aumenta de tamaño durante los primeros años de vida. Ese aumento de volumen de tejido nervioso resulta de la mayor formación de mielina, de la proliferación de las células de sostén de las neuronas y la progresiva complejidad de la red de terminales que conducen impulsos a través del sistema nervioso central.

Hay una imagen ųya clásicaų en los libros de texto de neurociencias en la que se compara la histología de la corteza cerebral de un recién nacido con la de un niño de seis años. El ancho de las neuronas y la densidad de sus terminales es superior en el niño, y la figura por sí sola habla en favor de la capacidad del cerebro para desarrollarse.

Feggo-Cerebros Y precisamente de ese postulado ųel desarrollo del cerebroų surge una de las preguntas que preocupan tanto a la neurobiología como a la filosofía de la ciencia: Ƒcuál es el mecanismo de control del proceso de crecimiento cerebral? Hay dos teorías, defectuosas en los detalles, que intentan una respuesta. Una, en cuyas filas militan figuras como Pasko Raskic y Michael Gazzaniga, sostiene que nuestro código genético determina las conexiones cerebrales, y por lo tanto la capacidad intelectual del individuo está determinada desde el nacimiento.

Como ese pensamiento se basa en preceptos de la biología de la evolución, aceptan ser llamados seleccionistas. Lo que cada uno adquiera con la vida a través de la experiencia o el aprendizaje, solamente completará los detalles. Los seleccionistas sostienen que la única razón para leer un libro es porque nos da placer (o información) y no porque nos aumente el coeficiente intelectual. Una analogía sobre los planos de una casa y la decoración de sus paredes es apropiada para definir sus postulados.

En contraste se encuentran aquellos que se definen como constructivistas. Dale Purves y Terry Sejnowski, sus más activos proponentes, sostienen que la actividad neuronal, ya sea intelectual o motora, modula el desarrollo del cerebro sin un determinismo a priori. Aunque los constructivistas reconocen que existe una base genética para mecanismos neuronales básicos, la diferencia insalvable entre los dos grupos reside en el valor que cada uno le da al medio ambiente para moldear la capacidad cerebral.

Para los primeros, el medio ambiente ejerce su influencia en la ontogenia de la especie; para los segundos, en la filogenia. En otras palabras, para los primeros el cerebro humano es el resultado de millones de años de evolución, y da lo mismo si lo que escucha es el rumor del agua o música clásica: el cerebro cumplirá con su tarea de asegurar la sobrevivencia del individuo, y el medio ambiente sólo será facilitador de las capacidades innatas de cada individuo.

Los constructivistas argumentan que el volumen de información sensorial que recibe el cerebro durante su desarrollo determinará la arquitectura cerebral. Tal vez Cajal estaría más de acuerdo con los constructivistas; en 1894 dijo que "el órgano del pensamiento es, dentro de cierto límites, maleable y puede ser perfeccionado... por una bien estructurada gimnasia mental". Pero los seleccionistas pueden usar la analogía con Lysenko para hacernos comprender que están más a tono con la biología y la genética.

Si bien los resultados de elegantes experimentos parecen dar la razón a los que apoyan a rajatabla la preponderancia del código genético (sin ir más lejos, hace dos semanas se publicó que los estímulos externos no son necesarios para determinar la identidad de las zonas corticales en animales de experimentación), existe un sutil tejido de sentido común (o de cultura popular) que apoya a los constructivistas: Ƒquién no quiere que sus hijos se expongan a mayor número de experiencias intelectuales?

Pero el apoyo más fuerte en favor del concepto de que la plasticidad cerebral puede dirigirse desde el medio ambiente lo ofrece la experiencia acumulada por la medicina de rehabilitación. Esa vigorosa rama de las neurociencias clínicas propone que, con intervenciones apropiadas, es posible revertir varios de los efectos negativos que resultan de diversas enfermedades del sistema nervioso central.

El volumen de evidencia clínica presentada por la medicina de rehabilitación es tan grande que Michael Gazzaniga (seleccionista), en su libro The Mind's Past (1998, University of California, p. 51), acepta la evidencia de reorganización cerebral después de un daño estructural, pero insiste en que ésta no implica que tal reorganización suceda durante el proceso de aprendizaje cotidiano. Esa es una curiosa salida que peca por su poco rigor científico. Si proponemos una teoría totalizadora de una actividad biológica, esa teoría tiene que ser válida en todas las circunstancias.

Claro está, no se ha dicho aún la última palabra sobre los alcances de la plasticidad cerebral. Las evidencias para determinar cuánto le corresponde a la herencia genética y cuánto al medio ambiente se siguen apilando.

Y es así como a nadie sorprendió cuando a los psicólogos de una prestigiosa universidad se les ocurrió relacionar 10 minutos de música clásica con la capacidad de razonamiento. Y tampoco resultó extraño que se haya tardado seis años en producir la refutación de los experimentos de Rauscher. El núcleo de este debate entre seleccionistas y constructivistas (y todos los corolarios que se pueden extrapolar) es uno de los más cercanos a nuestra imagen como especie y nadie quiere pecar de apresurado.

Comentarios a:

[email protected]