La Jornada Semanal, 19 de septiembre de 1999


Lelia Driben

Warhol: El canon trivial

En este ensayo, la maestra Driben pone cerco a la obra de Warhol (Andrew Warhola de Forest City, Penn.) y la ubica en su momento y en su contexto histórico. La Coca Cola, las sopas Campbells, las latas de tomate y los rostros de algunos seres del Olimpo del siglo XX, rodean al maestro del pop art para agradecerle sus atenciones mitificadoras. Warhol, nos dice Lelia Driben, inauguró la era del artista que es, al mismo tiempo, "mánager de su propia obra".

sem-war Reconozco que todo lo que hago está relacionado con la muerte", dijo alguna vez el controvertido, eléctrico, socarronamente tímido y audaz Andy Warhol, cuya muestra se exhibe actualmente en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Sin embargo, el hombre que nació alrededor de 1930 en Forest City, Pennsylvania, como Andrew Warhola, y que revirtió todos los comportamientos propios del ambiente artístico haciendo de sí mismo un personaje excéntrico, estetizado por el desborde, transgrediendo siempre las fronteras entre arte y vida, parece, a primera vista, desdecir aquella frase. Y la desdice, en parte, desde una zona de su obra.

Si la modernidad situada a través de los fenómenos visuales que emergen a comienzos de este siglo trastocó completamente la articulación de las formas, Warhol concretó, durante la década de los sesenta, una acción retransformadora que, pese a su recuperación de la imagen verosímil, deviene fundacional. Fundacional, en efecto, es su frontal embate contra la institucionalización del expresionismo abstracto y de la abstracción informal, que acaparó los procedimientos de la pintura entre los años treinta y el último tramo de los cincuenta. Y no es precisamente la verosimilitud de la imagen lo que incorpora este hijo de inmigrantes checoslovacos a su obra. Warhol opera de otro modo: reproduce, mediante la serigrafía a veces combinada con el acrílico, ya sea sobre papel o sobre tela, objetos de producción masiva que engendran una ilusión de realidad sobre lo real, una realidad otra pero indistinta, deliberadamente indiferenciada. Empalma, así, al simulacro con su referente, desplegando una vuelta de tuerca que cuestiona, y disuelve, la consistencia de uno y otro, simulacro y referente. Se trata de una evaporación de ambos puntos que llega a su extremo cuando volumetriza los objetos instalándolos sobre el espacio, fuera del muro.

sem-warhol Allí están, para corroborarlo, sus sopas Campbells, los cajones de Coca Cola, las botellas, sus cajas de tomate. La lección de Marcel Duchamp resulta insoslayable. Cabe preguntarse incluso si Warhol hubiera llegado a sus objet d'art sin la visión primera de los ready made duchampianos. Lo cierto es que si el artista francés desanudó los márgenes y, con ellos, las jerarquías entre lo que se consideraba hasta aquel momento arte y no arte, disparando con su mingitorio y su portabotellas una metamorfosis aún más profunda en el interior de los cuadros, el norteamericano toma la posta y, sin discutir el estatuto artístico de sus objetos, los construye mediante una glosa exacta.

De tal modo, el más claro y decidido consumador del pop art retoma el realismo, para introducir en la reserva iconográfica del arte elementos antes impensables, domésticos, degradables, escandalosos desde un enfoque tradicional. Así, con la mano en la cintura, Andy Warhol puede decir: "Lo hermoso de Estados Unidos es que ha fundado una tradición, según la cual los consumidores más ricos compran, en esencia, las mismas cosas que los pobres. Uno se sienta delante de la televisión y bebe Coca Cola; y sabe que el presidente bebe Coca, Liz Taylor bebe Coca; y piensa para sí: 'tú también te puedes permitir beber una Coca'". El comentario, tan aparente y quizá certeramente natural, trasladado a la obra hace alusión al singular mecanismo reflexivo del artista, un mecanismo basado en el desparpajo, la inflexión informal, realmente sincera y sin lugar a dudas desafiante que compone su modo de mirar al mundo que lo rodea. Se ha hablado mucho de la ironía de Warhol; probablemente hubo una carga irónica en sus primeras obras, las de los años sesenta pero, como dijera con otras palabras Baudrillard, la ironía en sus últimas obras queda neutralizada y trivializada, en el entorno de su reiteración constante.

Y a propósito, el recurso repetitivo a modo de sintagma visual que llena con billetes de dólar y botellas de Coca Cola algunas de sus superficies, abarca varios sentidos: la abundancia consumista, la fragmentación de lo representado que ausenta cualquier indicio de relato y neutraliza, trivializa al motivo reproducido y, además, erosiona el carácter mismo de la representación. Volviendo a la cita del inicio, esa neutralización trivializante puede encontrar una analogía desviada con la muerte presente en el objeto que desaparece mientras se lo consume. Pero la permanencia de tales objetos, su producción industrial, los vuelve vulgarmente eternos, como una contracara espejeante de la muerte, en el sentido de una inanidad provocada por su pérdida de novedad, por su despojamiento de sentido.

sem-warhol1 Por otro lado, Warhol no fue sólo el desacralizante consagrador de los productos de consumo masivo. Fue también el retratista de los ídolos que ocupaban su época y, en tal aspecto, un reformulador de ese viejo género. Realizaba retratos por encargo, amistad o conveniencia: de Robert Rauschenberg multiplicado (1963) y solo (1967); del célebre galerista Leo Castelli (1973). Pero también retrataba a los mitos de la época, tal como aparecían en los periódicos, el cine o la naciente televisión; mitos que aún hoy perpetúan su vigencia: Elvis Presley, Marilyn Monroe, Jackie Kennedy. La excepción es Mao Tse Tung.

Warhol murió en 1987. Si hubiera vivido lo suficiente, de seguro la princesa Diana estaría ya en su galería de rostros. Su diferencia, por lo tanto, con los antiguos retratistas de las cortes se basaba en esta intermediación: trabajaba a partir de elementos previamente codificados. En ese contexto realizó sus gélidas reproducciones de accidentes aéreos y automovilísticos, sus distintas versiones de la silla eléctrica, la roja bomba atómica multiplicada sobre el lienzo, su "Disturbios raciales rojos". Aquí la muerte, o su riesgo inminente, aflora directa; también en el rostro de Jackie cuando mataron a Kennedy y en su serie de los hombres (criminales) más buscados. Pero la dosificación a través del color de la silla eléctrica, por ejemplo, crea un distanciamiento revulsivo. Alude, asimismo, al similar distanciamiento producido por la impresión en papel periódico y por la pantalla televisiva, por su distribución y difusión acumulativa y, por ende, alude a la indiferencia que provoca en el espectador común esa forma de divulgación. En 1975 las diez serigrafías de Mick Jagger, ya procesadas, intervenidas, deslizan un leve guiño a la abstracción.

Como se sabe, el retrato pone al descubierto una muerte futura y también la perdurabilidad y el anticipo de la muerte, en imagen fija, del retratado. Pero Warhol sabía además tocar las cuerdas sensibles del coleccionista y asumía declarativamente sus especulaciones comerciales. Inauguró, así, la era del artista mánager de su propia obra, que en la actualidad es moneda corriente, tanto como las pautas repetitivas igualmente estipuladas por él, pautas que en ciertos casos se relacionan con situaciones de este fin de siglo, mientras que en otros sitúan los restos de un desgaste estéril. La diferencia puede ser sutil, pero hay que saber hallarla.