La Jornada Semanal, 19 de septiembre de 1999


(h)ojeadas

Miradas que matan
Enrique héctor gonzález

Carlos Montemayor,Los informes secretos,Joaquín Mortiz,México, 1999.

sem-informes Es éste, desocupado lector, un libro ubicuo, al mismo tiempo situado entre dos guerras y epígono de ambas: lo primero porque no es estrictamente ficcional, como Guerra en el paraíso (1991), ni precavidamente ensayístico, a la manera del que habla del conflicto real que el autor examina en Chiapas, la rebelión indígena de México (1996), sino un habitante de la frontera difusa; lo segundo en virtud de que es posterior a dichos dos libros, acaso alentando la secreta intención de conjugar, en su naturaleza híbrida de ficción verdadera, la huidiza realidad del espionaje político.

La literatura de Montemayor no es asimilable a la de Roberto Bolaño, y sin embargo sus espías civilizados se antojan corresponsales de los detectives salvajes, sólo que aquéllos viven al filo de la hipnotizante luz de una misión sigilosa: se mueven con el alma en un hilo. Los informes secretos, además, se sitúa solamente en un país y en un año (1995), más precisamente en los seis meses (del 23 de febrero al 18 de agosto) de un año neurálgico en la vida política mexicana, esto es, el primero de un régimen heredero de los cuatro sucesos que, como impronta infamante, le traspasa la administración anterior: la rebelión zapatista (enero), los asesinatos de Colosio (marzo) y Ruiz Massieu (septiembre) y el eufemístico error de diciembre, cifras de una evidencia insoslayable, la de querer inscribirnos por decreto en la posmodernidad primermundista.

1995 es, por si fuera poco, el año de Aguas Blancas, otro episodio negro de nuestra historia reciente: la matanza de campesinos que alguien (pronombre plural tras el que se esconden asesinos singulares) pretendió maquillar hasta donde la magia del video se lo permitió, uno más de los asuntos registrados por el diario de informes que constituye el palimpsesto sobre el que Montemayor construye su novela. Aunque pensando bien la cosa no se trata de un diario, pues no es el registro gracioso de lo que ve el que vive sino una serie puntual de reportes en cadena de lo que descubre el que espía. En este sentido, el texto está perfectamente fincado sobre el cuadrángulo que genera la interrelación de sus cuatro protagonistas: el Objetivo, el Elemento, el Informante y el Fantasma, estos dos últimos bautizados por Elquesto Escribe (para usar el seudónimo con el que solía referirse a sí mismo Manuel Buendía ųcuyo asesinato, dicho sea de paso, pertenece también a la larga lista de los asuntos por esclarecer).

sem-carlos El agente informante reconstruye con neurótica paciencia la bitácora de su vigilancia incansable del objetivo, un activista político y profesor de la facultad de filosofía que mantiene contactos estrechos con la guerrilla diseminada en el país y con alumnas y profesoras inseminadas en su departamento. Para cumplir con la primera misión, el informante cuenta con la oficiosa colaboración de diversos agentes a su servicio y, en particular, con la imprescindible ayuda de un elemento infiltrado en las actividades, en la vida misma del objetivo; dicho agente especial alimenta a diario, con los datos que le proporciona, los informes y conjeturas a los que se asoma el entrometido lector, pues están destinados a un fantasma omnipresente, presumiblemente un alto funcionario del gobierno.

Este larguísimo monólogo casi sin saltos (por ahí el informante descansa uno o dos días) sólo tolera la interrupción intermitente de una serie de documentos confidenciales fragmentarios, convenientemente transcritos e impresos en letra de Olivetti: huella de un testimonio del pasado que el futuro hace presente, pues una de las virtudes cardinales del libro es volverse cámara de ecos, estricta confusión de voces escritas, de informes inútiles y equivocados de agentes ineptos, que dialogan, en el presente del texto, con testimonios exhumados de archivos esenciales para la comprensión de la historia moderna de México.

El cientificismo técnico con que procede el de la voz cantante ųrico en guiños, sugerencias y reverberaciones de todo tipoų contrastaría, en este sentido, con el rudo empirismo de Filiberto García, el carismático protagonista de El complot mongol. No se trata, en este caso, de un homenaje a la inversa; ni siquiera podría suponerse que en el ánimo de Montemayor haya lugar para la íntima cachondería y el regusto a una ciudad que ya no es, advertibles en la novela de Rafael Bernal: es casi otra urbe la que consiente un difuso barrio chino cuyos rastros desaparecen en el herrumbroso rumbo seguido por la realidad acteal. No obstante, los documentos interpolados en el discurso del agente informante remiten, sí, a un México apenas posterior al de nuestra más famosa novela policiaca.

Otro espejo ųahora intratextualų en que se miran estos formales informes del espía escrupuloso es el de una investigación que corre a parejas con la suya, y cuya improbable existencia es amenaza constante a su cotidiana labor: la que al parecer lleva a cabo Inteligencia Militar, como antitéticamente la llama el propio informante, pues inteligencia y militar son dos términos que entre sí se repelen ųsegún Groucho Marx. No es posible determinar si su apacible paranoia, manifiesta en la constante denuncia de la peligrosa ineficiencia de sus agentes ante un fantasma mudo, sea producto del clima patológico inherente a toda tarea de espionaje o sólo una oscura costumbre sin consecuencias. Un exquisito acierto del autor es, precisamente, el velo que tiende sobre la intrahistoria emocional de sus personajes, en virtud del cual se vuelve plácido cómplice en la complicada trama de pistas falsas y guaridas secretas que devela su novela. ƑSomos guiados torpemente por un investigador esquizoide o con pericia por un astuto descubridor de imprecisas infiltraciones? Si la coincidencia, como quiere Borges, es una cita secreta, el espionaje bien puede ser una paranoia justificada.

En este sentido, la ubicación misma del lector favorece una lectura proxémica a propósito del lugar desde el que le corresponde leer; acerca de su condición de íntimo voyeurista cuya recepción de los signos es una cuidadosa tarea de desciframiento entre lo que miente deliberadamente Montemayor y lo que falsea sin miramientos la historia oficial. En todo caso, puede uno atenerse a la respuesta provisional de Cabrera Infante cuando, para justificar la veracidad de los episodios que le ha confiscado a la historia cubana en Vista del amanecer en el trópico, apunta desde el propio libro: no importa que las viñetas que lo constituyen sean reales o imaginarias, lo que cuenta es que la Historia con mayúsculas las haya vuelto posibles.

De hecho, los testimonios reproducidos en letra de vieja máquina de burócrata constituyen los episodios más sabrosos de la novela. Se trata de grabaciones transcritas apresuradamente en hojas cuya amarillenta textura casi puede olerse de tan bien convocada por el oficio del autor (o por su sabuesa habilidad en la investigación política); de documentos que han caído en poder del informante, sabiamente sustraídos del escritorio del objetivo por el elemento infiltrado. Abrumados de datos y anécdotas confidenciales, los textos recuperan conversaciones con la viuda de Muñoz Cota, político henriquista de una honestidad casi improbable de tan real; testimonios de las incoherencias cardenistas, como el que se refiere al apoyo prestado (y luego rescindido) al opositor de Ruiz Cortines en unas elecciones que terminaron en masacre, primer conato de levantamiento sectario en la propia clase política; charlas con "el Comunista" sobre el temeroso intento de Siqueiros de matar a Trotski, o con Yuri Paparov, el más famoso agente de la KGB infiltrado en México, acerca de las andanzas y delirios de la despistada izquierda cincuentera, cuyos militantes (Lombardo, José Revueltas y aun Fidel el nuestro ųšquién se lo imagina entonando la Internacional antes de chaquetearle al intolerante Toledano en la CTM!) parecen fantasmas de un sueño recurrente.

Los informes secretos reconstruye, en cierto modo, la consabida imagen de la izquierda mexicana más atávica y atrabiliaria, un retrato de familia cuyos mecanismos de cohecho y sobrevivencia determinaron tantas alianzas y separaciones como las que reproduce Christopher Domínguez (inopinado erudito en asuntos de amores y desamores del viejo comunismo mexicano) en un artículo que publicó Nexos hace diecisiete años con el becqueriano título de "Izquierda eres tú", mera fórmula hormonal de una pasión política que Montemayor transcribe desde abajo, infiltrado hasta el tuétano en el cieno del que proceden arenas movedizas muy actuales.

En este anómalo universo de paranoias se cocina una novela cuya originalidad rebasa generosamente la virtud que le reconoce la cuarta de forros: su condición vicaria de testimonio "sobre la escalofriante realidad del espionaje político". Si bien el diálogo entre el pasado y el presente es leitmotiv irrenunciable de esta obra (no en balde su territorio temporal, afincado en 1995, se extiende hacia atrás unos cuarenta años, a los del último Alemán y sus amagos reeleccionistas, a los de las primeras esperanzas frustradas de la izquierda hispanoamericana tras la caída del régimen de Arbenz y el fracaso aleccionador de una alianza defenestrada entre Lombardo y el general Henríquez Guzmán), este mismo rasgo constituye, asimismo, un asunto de metaficción: Ƒdesde dónde espía el lector su verdadero objetivo?; Ƒdesde cuándo un informante usurpa las cualidades ubicuas del narrador y un testimonio oral las de un diario y una traición previsible las de un final imprevisto?

Disfrazado de lo que no es, el libro atestigua lo que de seguro sucede como lo ve quien ha perfilado (cuidadoso encuadre del azar, astuto golpe de dados fotográficos) la verdadera imagen de una familia no tan de tantas, todo por cuenta y riesgo de alguien que, a su vez, sabe mirarse a sí mismo de soslayo mientras escribe. Y aunque Madame Bovary no sea La dama boba, ni Flaubert un narcisista desencantado ųni este Montemayor el autor de La Dianaų, lo cierto es que el oficio de escritor sólo se cumple cuando, al espiarse en el espejo, uno se encuentra cara a cara con su propia historia; o, lo que es lo mismo, cuando sospechas que el Objetivo inicial te ha traicionado (como al Informante) con el Fantasma de un Elemento infiltrado: el lector, verdadero cómplice de la lectura cuando ésta lo seduce, tras la engañosa cortina de una realidad encubierta, con la desnuda ficción de su mirada encendida *



N o v e l a Ť


LOS MADRIDES DEL DESEO

josé ramón ruisánchez

Jorge F. Hernández,
La Emperatriz de Lavapiés,
Alfaguara,
México, 1999.

A diferencia de varios de los emprendidos en 1992, el viaje de esta primera novela no intenta una desconquista o una improbable revancha cinco siglos después: intenta, si puedo robar un poquito a Sterne, una exploración sentimental de Madrid. Por eso la fábula se puede formular de manera tan sencilla: don Pedro Torres Hinojosa decide, a los setenta años, marcharse para siempre del México que lo recibió a los diez, para buscar a su amada Carmen, a quien no ha visto desde que riñeron, hace cinco décadas. El ingrediente anecdótico es meramente un cauce para delimitar el ejercicio de las impresiones. Lo interesante debe ser la suma de éstas.

Como queda claro en ese fracaso insigne que es Historia de Lisboa, es casi imposible filmar un viaje sentimental: su paisaje es sólo aquello que torna entraña. Leemos, en el viaje sentimental, la gestación de la nostalgia en el laboratorio privilegiado de la otra ciudad, que nos hace pensar la propia (y por ende la propia esencia: el hombre es su ciudad), compararla y, en el caso de La Emperatriz de Lavapiés, el de un vidente, comenzar a confundirla.

A don Pedro Torres Hinojosa no sólo se le estrecha el tiempo sino también el espacio: así, en su realidad, como en la de las canciones de Agustín Lara que lo acompañan de manera pe sem-pies rmanente, ese aire de familia que une a Madrid con México se realiza en una identidad concreta y secreta; nadie más puede ver eso que él llama Chapultepec en pleno Retiro.

El juego es doble. Don Pedro no sólo es capaz de reconocer ciertos lazos que rebasan el puro nombre sino, como buen soñador, le es dada también la visión de sus pares. Sin obstar que éstos hayan muerto, don Pedro se encuentra con Amado, Alfonso, Pío, Max, Ramón, Juan Ramón y los varios demás que han visto de Madrid mucho más que su fenómeno. En un acierto entrañable, Hernández no se deja tentar por la erudición y permite que, para su personaje, los insignes escritores sean sólo amables compañeros con la daltónica peculiaridad de existir tan sólo en blanco y negro (déjanos en paz, Wenders), y cuyos apellidos ųNervo, Reyes, en finų permanecen ocultos en el mismo territorio de donde provienen sus parlamentos en cursivas.

Inevitable es señalar que la estirpe hispanófila de estas confesiones ųa quién le va a extrañar que el título de doctor en Historia de Jorge F. Hernández, "guanajuatense por gusto, adicción y origen familiar", esté avalado por la consonante Complutenseų lleva gustosa a los territorios de Cervantes. Pronto la obsesión trajeada de tres piezas, calzada de bostonianos y rematada con corbata de seda en un solo color que pasea don Pedro por los (diría Muñoz Molina) misterios de Madrid, se encuentra con El libro de la lengua, que nunca ha leído ųmerece la pena explorar la justificación en las páginas de La Emperatriz de Lavapiésų y al adquirirlo, al aventurarse en sus páginas, firma uno de los pactos más peligrosos a los que se atreve Hernández.

No contento con mostrar la cara y el envés de la (in)existencia de su mundo, mediante un narrador omnisciente y la voz más honda de don Pedro (la que se dirige a una intuida pero siempre ausente Carmen), obliga a su personaje, como sucede en el Quijote, a leer su ficción y, por tanto, descara su intertexto. El "yo sé quién soy" viene cuando se llama Sancho a Cayetano, avatar madrileñísimo de Panza que lo acompaña en más de una salida. Sin embargo, su inteligencia narrativa le permite a Hernández sortear el entuerto obligando a don Pedro a dejar su locura quijanesca, regresar a los matices de la propia y preparar su final.

Termino diciendo que todo lo anterior no es en verdad el libro sino sus límites, porque el libro, con sus más de trescientas páginas en mexicano y en madrileño, rebasa a don Pedro: el libro son todos los madrides vivos en el deseo, la memoria o la diferencia; las enumeraciones irritadas o gozosas, pasionales y taurinas, divertidas y tristes. Canto y, por tanto poema, canto triste. Porque ya nunca, ni yendo, podremos irnos a (de) ese Madrid que ha inventado Jorge F. Hernández.



FICHERO

ensayo (agrícola)

* Agricultura mexicana: crecimiento e innovaciones, Margarita Menegus

y Alejandro Tortolero (coordinadores), Col. Lecturas de Historia Económica Mexicana, Instituto Mora/El Colegio de Michoacán/El Colegio de México/Instituto de Investigaciones Históricas-UNAM, México, 1999, 249 pp.

ensayo (biográfico)

* Duchamps, Calvin Tomkins, traducción de Mónica Martín B., Col. Biblioteca de la memoria, Ed. Anagrama, Barcelona, España, 1999, 639 pp.

ensayo (filosófico)

* El artista interior. De lo espiritual en el desarrollo artístico, Ángeles García Ranz, Plaza y Valdés Editores/Editorial Piensa, México, 1999, 210 pp.

ensayo (geográfico)

* Lecturas geográficas mexicanas. Siglo XIX, introducción y selección

de Héctor Mendoza Vargas, Col. Biblioteca del Estudiante Universitario

núm. 128, UNAM, México, 1999, 168 pp.

ensayo (literario)

* Antología de textos sobre lengua y literatura, Ana Elena Díaz Alejo, Ernesto Prado, Alfonso Rangel Guerra, Margarita Peña, entre otros, Col. Lecturas Universitarias núm. 5, UNAM, México, 1999, 286 pp.

* Antología de la prosa en lengua española siglos XVI y XVII, Beatriz Espejo, Jorge Ruedas de la Serna y Ubaldo Vargas Martínez, Col. Lecturas Universitarias núm. 3, UNAM, México, 1999, 165 pp.

* Escritoras mexicanas contemporáneas: cinco voces, Gabriella de Beer, Col. Vida y pensamiento de México, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 310 pp.

* Obras completas, epistolario y papeles privados, tomo XIX, José Gaos, Col. Nueva Biblioteca Mexicana núm. 140, UNAM, México, 1999, 557 pp.

ensayo (político)

* Movimientos estudiantiles en la historia de América Latina, Renate Marsiske (coordinadora), volumen II, Col. Historia de la educación, serie mayor, Centro de Estudios sobre la Universidad/Plaza y Valdés Editores/UNAM, México, 1999, 263 pp.

narrativa

* Cuento suizo alemán del siglo XX. Breve antología, Marlene Rall y Dieter Rall (compiladores), serie Antologías, Textos de Difusión Cultural/UNAM, México, 1999, 250 pp.

* Dinosaurio color de eternidad, Javier Flores Carranza, Javier Flores

Publicidad/Libros del Dinosaurio, México, 1998, 204 pp.

* Fuga del silencio, Norma López Suárez, Premio Joaquín Mortiz para primera novela 1999, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1999, 280 pp.

* Hyperia, José Luis Zárate, Col. Marea Alta, Ed. Lectorum, México,

1999, 155 pp.

* Los desfiguros de mi corazón, Sergio Fernández, Sello Bermejo/Conaculta, México, 1999, 189 pp.

* Los informes secretos, Carlos Montemayor, Col. Narradores contemporáneos, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1999, 248 pp.

poesía

* Espacios entre palabras (Spaces between words), Martha Black Jordan, presentación y traducción de Elsa Cross, Editorial El Tucán de Virginia,

México, 1999, 95 pp.

* Los párpados narcóticos, Josué Ramírez, Col. Letras mexicanas,

Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 123 pp.

* Secreter, Iliana Godoy, Col. Ediciones del Ermitaño, Ed. Minimalia,

México, 1999, 123 pp.

revista

* Crítica, revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, publicación bimestral agosto-septiembre 1999, núm. 77, 119 pp.

 

superación personal

* Caldo de pollo para el alma cristiana. 57 relatos para abrir el corazón

y reavivar el espíritu, Jack Canfield, Mark Victor Hansen, Patty Aubery

y Nancy Mitchell, Edivisión Compañía Editorial, México, 1999, 219 pp.