La Jornada Semanal, 19 de septiembre de 1999
Los intelectuales albaneses nunca pudieron organizarse colectivamente (a pesar de los vacilantes intentos de Dritero Agolli) para enfrentar a la dictadura casi marciana de Honxa. Lucharon individualmente y, en el mejor de los casos, lograban escapar y convertirse, en París, Londres o Roma, en los "abajo firmantes" de manifiestos democráticos. Refugiado en México (el domicilio de todos los escritores perseguidos está en la calle Citlaltépetl), amigo y admirador de Ismail Kadaré, Shehu nos entrega algunas apasionantes memorias de su vida y del trágico destino de su "etnia" literaria.
Son muchas mis experiencias Ƒpersonales o contextualesų con la censura y con los atentados a la libertad de expresión, y todas son diferentes entre sí. Quisiera ofrecer una aproximación a su tipología según la cronología de las distintas épocas que he vivido.
Los años setenta: la censura oficial estalinista. No sólo se trataba de imponer un dogma ideológico sino también, y tal vez de manera más importante, un conformismo estético. El canon estético había conservado su nombre de bautizo, realismo socialista, el mismo que había tenido años atrás en la Unión Soviética. Pero desde finales de los años sesenta se había vuelto una mescolanza de principios jadanovianos, de revolución cultural maoísta, de símbolos de la gloria nacional y de folclorización. Este conjunto ecléctico era imagen de la inevitable inconsistencia de un régimen que debía modificar su retórica para preservar la continuidad del poder ųde hecho, su única continuidad. Es difícil decir si el cambio antes mencionado era mejor o peor para el escritor de ficción. Él o ella debían adecuarse, básicamente, a los siguientes elementos: un optimismo radiante; un héroe central, seguro de sí, exitoso en todo; un estilo naturalista para describir, en particular, la vida campesina; y el último elemento, aunque no el menor, era la transparencia, es decir, escribir en un lenguaje popular o rural. Estos dos últimos elementos debían oponerse al "intelectualismo burgués", como se le llamaba entonces. Su propósito era desvalorizar la condición del escritor.
Ahora bien, la censura tenía sus propias fluctuaciones, se volvía severa y en ocasiones se suavizaba. Estos momentos se enlazaban respectivamente con campañas de cacería de brujas y con los periodos entre esas campañas ųaun si éstas no eran más cortas que los periodos que las separaban. Era precisamente durante estos lapsos relativamente benignos cuando, de manera furtiva, funcionaban mejor las estrategias de resistencia.
En el fondo había tres tipos de estrategia. El primero consistía en evitar temas políticos capitales, en los que imperaban la rigidez y la propaganda. Se trataba de abordar fenómenos marginales de la vida cotidiana, políticamente neutros: una boda, un conflicto familiar, un viaje a otra ciudad o pueblo donde uno podía encontrar personas desconocidas, etcétera. De esta manera se podían pintar personajes no sólo como estatuas de mármol sino como seres humanos, con su complejidad y sus contradicciones, sus dudas y dilemas. Algo más. La expresión lírica nos abría un territorio de expresión más grande.
La segunda estrategia consistía en refugiarse en el pasado histórico de la "realidad no socialista", con el pretexto de cantar la grandeza nacional o de describir sociedades injustas y opresivas. Aquí también engañaba el autor al Big Brother y le ganaba espacios. Al hablar de las realidades del pasado, no había ya tanta obligación de colocar en el centro del relato a un héroe esquemático o de respetar un maniqueísmo ideológico. El autor podía, además, con una voltereta, dar curso a su desacuerdo o a su crítica, atribuyendo por ejemplo ciertas opiniones suyas a un personaje o, a través de la alegoría, elaborando el retrato de héroes negativos, como algún pequeño personaje medieval o cualquier otro déspota o monarca guerrero del pasado.
Las estrategias mencionadas tenían como primer objetivo superar los límites impuestos por la propaganda oficial, aunque éstos también contribuyeron a la calidad literaria liberando la energía creadora. Es imposible para un autor no sentirse reprimido e interiormente desnaturalizado cuando escribe cosas en las que no cree. Y por el contrario, bajo el totalitarismo la transgresión política en un texto literario no siempre ayuda a la creatividad, que a final de cuentas también representa una transgresión.
Pero había también una tercera estrategia, ligada más directamente a nuevas formas de lenguaje literario. Ésta tiene que ver con el lenguaje de la metáfora, el cual ofrece numerosas posibilidades de innovación poética. Como dije al principio, el naturalismo era la norma estilística y, por consecuencia, las metáforas, en el sentido más amplio del término ųes decir, las que incluyen parábolas, simbolismo, etcéteraų no debían utilizarse. Se les consideraba sospechosas, y esto por varias razones. La más obvia era que a través de tal lenguaje se podían transmitir mensajes ambiguos. Pero la razón más importante tiene que ver, en mi opinión, con la forma misma. Y es que una forma nueva el poder la percibe, de manera indistinta, cuando no muy vigorosa, como algo sumamente peligroso. A primera vista, podríamos suponer que a una tiranía le interesa que los escritores se sumerjan en mitos y sueños, alejados lo más posible de la realidad. De hecho, explorar formas nuevas, no convencionales, resulta algo también perturbador para un dictador, a veces no menos que la descripción fiel de una realidad política al desnudo.
La invención de metáforas o símbolos, como función del imaginario, se desarrolló como un pretexto para acudir a la literatura popular, a la tradición oral de los mitos y las leyendas antiguas, así como a los mitos históricos, transformando estos elementos nacionalistas en una imaginería puramente literaria. Es el camino que inauguró Kadaré, quien pudo romper con numerosos tabúes gracias sobre todo a su prestigio internacional. El recurso a un lenguaje capaz de dar libre curso a la imaginación era también mi estrategia favorita, la que mejor se ajustaba a mis idiosincracias creadoras.
Los años treinta
En esta década fue la cárcel. Entre otras cosas, se me acusó por aquellas actitudes heréticas en mis libros que consideraron propaganda subversiva. A pesar de todo, seguí escribiendo en la cárcel, aun cuando me tomó casi cinco años reponerme de la experiencia traumatizante del interrogatorio. Por paradójico que suene, fue en la cárcel donde me sentí con mayor libertad para escribir: los tabúes no tenían nada que ver con nuevas formas de lenguaje, sólo con problemas políticos explícitos. Además, quienes censuraban no eran los conocedores sino los carceleros. Y mis lectores, como los de otros escritores en prisión, no eran más que un grupo reducido de amigos, algunos de los cuales yo aún no conocía, estaban en otras celdas, mientras los manuscritos circulaban clandestinamente. Sin embargo me sentí menos aislado que antes, cuando el horizonte receptivo apenas consistía en una idea vaga de la existencia ųsiempre inciertaų de las personas que comprendían mis mensajes. Y me sentí menos aislado, aun cuando sólo pensara vagamente, y sólo en momentos de esperanza, en que mis textos serían algún día publicados. Al mismo tiempo estaba convencido ųy lo sigo estando, como también lo están quienes conocen mi trabajoų de que la experiencia de la escritura en la cárcel ha mejorado la calidad literaria de lo que escribía. Más importante aún, se trataba de un medio de supervivencia espiritual, incluso física.
El periodo post-comunista
Durante los primeros años de este periodo surgieron dos problemas capitales relacionados con la libertad de expresión literaria. Por un lado era claro que, luego de un largo régimen totalitario, los escritores habían interiorizado la censura, la cual se había convertido en el peor tipo de autocensura. Y entonces, en circunstancias en las que los tabúes oficiales habían sido suprimidos, muchos de ellos tenían dificultades para liberarse de este mecanismo interno. Por otro lado, los escritores que ahora ya se sentían verdaderamente libres, pero que se habían acostumbrado a escribir en condiciones de restricción, eran incapaces de construir un nuevo mecanismo de creación para remplazar al antiguo. Se sentían desprovistos: o se abstenían de la práctica de escribir, o lo que escribían era algo más bien confuso. En cambio, para los escritores que habían estado en la cárcel o que habían sido prohibidos, era relativamente fácil adaptarse al nuevo contexto. Era como si la cárcel o el destierro hubieran servido de transición hacia una libertad interior. Sin embargo, de cierta manera, estos escritores ųy me cuento entre ellosų también vivían en el pasado; la mayoría de sus textos hablaba de viejas experiencias de sufrimiento (aun cuando la calidad variara de un escritor a otro). Necesitaron años para liberarse del pasado ųyo necesité otros tantosų y para empezar a contemplar realidades humanas nuevas, más complejas.
De esta manera, lo que describí del periodo post-comunista tiene que ver con la inercia de largas décadas de dictadura estalinista. Pero muy pronto, en unos cuantos años, surgió un nuevo tipo de autoritarismo. Se comenzó a hostigar a los medios independientes; desde 1986 prácticamente se había eliminado a la oposición y, de esa manera, al multipartidismo. Esta situación duró hasta principios de 1997, cuando se dio un levantamiento popular mientras el país oscilaba entre el peligro de un régimen policiaco declarado y el caos total. Fue entonces cuando salí de Albania.
Regreso ahora a 1996. ƑQué efectos tiene el nuevo autoritarismo sobre la literatura? Había, por supuesto, algunos casos de censura en el "buen" sentido clásico de la palabra, y también casos de violencia contra ciertos autores. Pero la amenaza contra la creación literaria, aun cuando se ejerciera con más lentitud, cobraba dimensiones cada vez más grandes. El fenómeno más visible era el miedo entre los intelectuales, y también entre muchos escritores. Resurgía el viejo reflejo de las conductas de sumisión y conformismo. Por otra parte, el gobierno no aplicaba directamente la censura contra la literatura: se contentaba con afianzar su influencia en el discurso público, mientras se arrojaba la literatura a los márgenes de la vida social. "Déjenlos ladrar", era la actitud del poder hacia los escritores. Fue así como caracterizó el novelista serbio Vladimir Arsenijevic la situación en su propio país. Existían de hecho semejanzas entre el estatus de la literatura, en una parte en Serbia, bajo la demokratura de Milosevic, y en otra parte, en Albania, por el rumbo que tomaban las cosas. El clima de miedo, acompañado del deterioro del medio cultural, terminaría por afectar a la literatura. Y es que la literatura no puede sobrevivir aislada. En un contexto semejante, un grupo de escritores, de artistas, etcétera, y yo con ellos, consideramos la idea de crear una alternativa cultural: una asociación o club que sería no sólo un espacio para actividades literarias o artísticas ųcomo publicación de libros, exposiciones de pintura o incluso un pequeño estudio de cineų, sino también un centro de reflexión sobre los problemas culturales y sociales, un punto de encuentro donde podrían confrontarse diversas perspectivas. La sociedad parecía estar a tal punto muerta que pensamos que todo debía comenzar por la cultura. Con todo, este proyecto no ha ido más allá de una etapa de sinopsis general, aun cuando ha sido constante la necesidad de contribuir a un espacio cultural nuevo, después de los cambios políticos derivados del verano de 1997. Esa ha sido siempre una de las características de nosotros los intelectuales albaneses en Tirana (para no hablar de otras ciudades): el no poder conjuntar nuestros esfuerzos, el preferir ųcuando no flirteábamos con el poderų combatir individualmente.
Traducción de Carlos Bonfil