La Jornada Semanal, 19 de septiembre de 1999


Víctor García

Luis Zárate, pintor

Luis Zárate expuso recientemente en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO). Formaban esta muestra cincuenta y dos cuadros y diecinueve dibujos elaborados en la presente década, provenientes de colecciones particulares de Europa y América. Víctor García, poeta salmantino, que dejó su Peña de Francia para aposentarse en las montañas que rodean al precioso valle de Oaxaca, encomia la pericia formal de Zárate a quien ubica en el "Insuficiente Ejército de los Decentes".

Las cosas no tienen significado: tienen existencia, las cosas son el sentido oculto de las cosas.
Pessoa

La moderación en la forma de vivir y su sencillez aproximan el universo de este hombre al pequeño municipio donde se afinca la criatura más común. Si lo miras de frente detectarás que su ánimo pertenece a esa condición humana capaz de sostener a los individuos en el retribuido estado permanente de la calma y, sin embargo, no es así, porque de publicarse el libro de su intimidad, más de uno quedaría sorprendido al descubrir que en su interior habita una mano temerosa intentando poner en inútil orden cada uno de los sucesos inscritos en la crónica de su vida. Efectivamente, él no se halla bienviviendo, ni tampoco sometido a esa eterna digestión de la holganza que une, sin afán, al aburrimiento del drama burgués; aunque ninguna vez deja de ser cierto que él es el auténtico amo, el buen terrateniente y el mejor hacendado de sí mismo.

sem-luis Por linaje, al pertenecer a la sucesión de los humanos, aún no ha conseguido situarse por encima de la amenaza del bien y del mal; aunque es comprensible suponer que cuando lo intenta oprimir la tenacidad de la maldad necesitaría, más que nadie, recibir la beatitud de semejante gracia. Ya se sabe que a quien más persiguen estas calamidades bíblicas es a la condición mortal de los hombres eminentes. Dentro de esta descripción de rasgos que configuran una parte de su personalidad, añado que Luis Zárate jamás realizó ambiguas prácticas circenses sobre la abrillantada superficie de los salones donde se suceden las maniobras del poder. Deduzco, pues, que él sustenta tal independencia porque ideológicamente siempre lo vi acuartelado donde acampa el Insuficiente Ejército de los Decentes.

El lenguaje

Si el simbolismo es un movimiento pictórico que se niega a llamar a los objetos por su nombre y prefiere describirlos mediante imágenes no cotidianas, entonces estamos delante de un pintor que no cesa de sugerir representaciones próximas a lo irracional. Si realismo es el movimiento pictórico que captura y representa elementos fieles a la inmediata objetividad del artista, entonces somos vecinos de un pintor que reproduce los objetos casi con la técnica de la realidad virtual. Pero ante tales ajustes, Zárate me presta su inconformidad y me hace saber que su pintura, simbólica o no simbólica, realista o no realista, siempre está sometida al código elemental de su propio rigor subjetivo. En cualquier caso, a donde siempre está pegado es a la concepción filosófica del naturalismo; al fin y al cabo, la naturaleza es la única fuerza capaz de justificar la existencia de los cuerpos y las apariencias que al poco se revelarán en la planimetría de los lienzos.

Los géneros

Al estudiar la obra que Luis Zárate produjo a lo largo de esta década de los noventa, fácilmente el averiguador reparará en su diversidad temática. Este trabajo no es como el libro de los eternos veinte poemas del mismo amor unitario, ni tampoco la caligrafía artesanal, uniforme e invariable, de los antiguos manuscritos. Su industria es más parecida a la estructura de la Enciclopedia, ya que en su repertorio incluye el testimonio plástico de casi todos los géneros por donde ha deambulado la conveniencia de su imaginación; habitante, ella, de un lugar formado artificiosamente por encrucijadas sólo transitadas por Zárate. Quizá esta soledad nadie la interfiere porque, desde hace tiempo, ya no existen los discípulos imitadores de los grandes maestros, y también porque los nuevos artistas no desean pertenecer a la sola certidumbre de lo que pregona el credo de los movimientos universales. Por lo tanto, Zárate se hace dueño exclusivo de sus enunciados por dos razones principales: una, porque desde su infancia supo bien asimilar tanto el significado como el significante de los signos provenientes de su naturaleza doméstica; y la otra porque, de continuo, evita instalarse o merodear por los otros territorios propiedad de los más notables. El gesto de esta maniobra elemental lo hace intransferible y a la vez tenaz, en el recinto vanguardista de la presente modernidad.

Lo más visible en uno de los cortes de su obra es la persistencia del mensaje naturalista. Empleando la atención, todo lo que tiene cuerpo se vuelve perfectamente reconocible. El bochorno del rojo aparece sobre una zona del cuadro; un lento desplazamiento del interés hacia otro ángulo dulcifica la vista al detectar la fortuna de los espacios en verde. El argumento se compone por las velas llameantes que llevan por misión la de aumentar y transmitir el estruendo de la noche. Son los nudos y las ataduras los que sujetan el retrato del movimiento. Es el candil de los ojos de un caballo que detecta el reptante peligro de la serpiente. O es una mujer, enorme y sin pretexto, la que humaniza a un toro cuando lo somete al gozo de la obscenidad. Hay paisajes, muchos paisajes sombreados por la hoja fresca y degradable del plátano, pero la sombra que proyectan no es la del alargamiento de la imagen; técnicamente sólo es el pretexto oscuro para sugerir la profundidad de una tibia perspectiva, camuflada por un dispositivo de planos superpuestos y ondulantes.

El color se extiende también en otros títulos de este trabajo general, como queriendo desentumecerse o desperezarse a lo largo y ancho del cuadro. El perfil de las representaciones desaparece prácticamente y, por lo tanto, aminora el contenido de las formas convenientes. En los distintos actos de esta escena las apariencias no son reales, pero la imaginación de cada uno sí permite identificarlas, como sucede con "Calacas en el jardín botánico". En otro cuadro, una osamenta se afilia a la doctrina del humor eterno y tiene como tierno propósito departir esa alegría con la bondad de un armadillo. La fortaleza de las formas se reduce en la misma medida en que crece la obsesión por eliminar el obligado ángulo de la perspectiva que, al fin y al cabo, dibujada sobre un plano siempre es engañosa.

Hay otra obra en la que los cuerpos forman una malla tupida que abruma la superficie de la tela, donde sólo puede atisbarse la fisonomía de lo obvio. La totalidad de los personajes y los objetos, sin dejar espacio vital para el respiro, se relacionan estrechamente entre sí, de tal manera que la llama ascendente de una vela es, al mismo tiempo, la prodigiosa conformación genital de una mujer. En "Viaja al sur", dentro de la transparente angustia de una botella ondula el color rojo del espíritu escandaloso de la serpiente, un animal frío, sin plumas, pelos ni patas. De nuevo presenciamos la ausencia de la tercera dimensión, donde hay que buscar el recipiente plano capaz de almacenar el volumen oblicuo donde habita el mundo de los locos.

El cielo de esta órbita tiene propiedades lenitivas. Muchos de los personajes han abandonado el lugar y, entre los espacios, el aire penetra con holgura y proporciona sensaciones habitables. En "Juana la lagarta" los colores se encargan de configurar las formas y éstas, por sí mismas, adoptan la apariencia de los cuerpos limpios. La presencia de una mujer en el cuadro simboliza el transcurso de las generaciones; la olla es el útero de esa misma mujer; el pez la fecundidad; el fuego sobre el anafre simboliza la permanente vitalidad del sol y la barca es la travesía cumplida por los vivos. En este caso no hay simbolismo que valga, ni siquiera en los colores, de tal manera que la mujer es una mujer, la olla una olla, el pez un pez, el fuego es fuego. Y cuando el pintor pone una mano cerca de la silla, la mano sólo es de color verde. Al día siguiente, de la olla escapa el ansia auténtica del pescado que intenta regresar al mar, el sitio de los nacimientos, de las transformaciones, que es también el temible abismo, incluso para los dioses.

"Chiapas" no pudo incluirse en el catálogo pero es importante mencionarla. El motivo es una mujer chiapaneca que, sometida a un pacto inseparable con el silencio, rema por el pantanal de un bosque que apenas revela el espectáculo triunfante de la naturaleza. Al espectador no se le permitirá ver casi nada, aunque sí puede sentir los latidos que envuelven el reino absoluto de la sombra, en este relato elemental que muestra el desplazamiento de una mujer que, quizá, se marcha para cancelar la urgencia de su particular sollozo con la necesidad.

Luis Zárate practica la doble moral de la cautela. Mientras se vuelve absolutamente confiable con la fuerza del destino, con la otra pupila mira de reojo al espectador y, por si acaso, le sonríe a las casualidades favorables del azar.