La Jornada Semanal, 19 de septiembre de 1999
La otra tarde presencié un suceso insólito: Ojos bien cerrados, obra póstuma de Stanley Kubrick, logró silenciar a un público que no puede ver un perro sin comentar: "mira, un perro". Sumido en un inaudito silencio, el auditorio logró tal compenetración con la película que los celulares que sonaban en la sala parecían venir de la pantalla. Mis dotes de crítico de cine son limitadas y no sé si Tom Cruise contestó tres o cuatro veces el teléfono. Lo cierto es que me sorprendió que no contestara el de mi vecina de asiento.
La peor forma de agraviar a Kubrick es compararlo consigo
mismo. ƑEs posible que algo nuevo esté a la altura de
2001: Odisea del espacio, Naranja mecánica,
Lolita, Espartaco o Dr. Insólito? La
imaginación de Kubrick pertenece en tal forma
a la iconografía popular que su último estreno
desconcierta porque aún no lo hemos vuelto
clásico. Dejemos a los vastos devoradores de palomitas la
inevitable tarea de confirmar el genio de Kubrick y la proeza mental
de aceptar que Tom Cruise no es un guardián de la bahía
vestido de doctor, sino un doctor con el sentido del rescate de un
guardián de la bahía.
Mi objetivo es hablar de Relato de un sueño, la nouvelle de Arthur Schnitzler (1862-1931) en la que se basa Ojos bien cerrados. Hace quince años traduje Engaños, una selección de cuentos del escritor vienés, animado por esta premisa de mis editores: "escoge a un autor que no cause derechos". Curiosamente, Relato de un sueño, obra maestra libre de derechos de autor (y susceptible de tener a Nicole Kidman en la portada), no está en las librerías mexicanas. Su ausencia es un desastre que se agrava con la película de Kubrick, pues impide aquilatar el original traslado a la pantalla. Según saben los lectores de Syd Fields, San Juan evangelista del guionismo, el lenguaje cinematográfico posee una gramática tan propia que la adaptación de una obra literaria supone una traición creativa. Vladimir Nabokov escribió el guión de su novela Lolita y se quedó estupefacto al ver lo que filmó Kubrick: algo magníficamente distinto.
Relato de un sueño se publicó en
episodios en la revista Die Dame, entre 1925 y 1926, y
concentra los más típicos recursos schnitzlerianos: la
indeleble relación entre el amor y la muerte, la dificultad de
ser fiel a las pasiones y al código de honor de la
época, el papel estructurante de los celos y la
hipocresía en la sociedad vienesa, los significativos y
perturbadores trabajos del inconsciente. El protagonista lleva el
imposible nombre de Fridolin (muy mejorado por el "Bill" al que Tom
Cruise alquila su sonrisa). Al inicio de la trama es desafiado por
unos estudiantes que pertenecen
a una"fraternidad académica", una cofradía donde los
duelos con sable son señal de honra. En la película, la
escena se reduce a la bravata de unos jóvenes ebrios que
insultan a Bill. Para Fridolin se trata de algo más grave: a
sus 35 años se siente incapaz de ofrecer"satisfacción"
en un duelo. En su descargo, recuerda los años lejanos en que
se batió con la espada. Además, esa mañana
recibió en plena cara la tos de un niño con
difteria. ƑExiste algo más arriesgado que la
profesión médica? Sin embargo, como el protagonista del
cuento "Teniente Gustl", Fridolin no se recrimina su cobardía
por huir de los estudiantes, sino por
lo que eso dispara en su
inconsciente. Schnitzler fue el gran cómplice literario de
Freud (desde su diván en la Bergasse 19, el intérprete
de los sueños dijo que en él había hallado a su
doble). El temor de Fridolin tiene que ver con impulsos que no puede
sobrellevar. Su mujer (Albertine) le cuenta que en las vacaciones que
pasaron en Dinamarca sintió una poderosa atracción por
un oficial. En ese mismo balneario, Fridolin se enamoró de una
adolescente pero descubrió su pasión demasiado tarde, el
último día de su estancia. Estas confesiones alteran sus
mentes. Albertine se sueña en una ciudad donde participa en una
orgía y su marido es crucificado (la ejecución le
produce un gozo que la hace reír sin despertar). Por su parte,
él participa en una aventura real de atmósfera
onírica. Encuentra a un ex condiscípulo que toca el
piano para una sociedad secreta. La clave de acceso a sus conciertos
no puede ser más simbólica: "Dinamarca". Con temor
y fascinación, Fridolin asiste a una negra mascarada donde la
sexualidad roza el crimen, y es descubierto como un
intruso. Está a punto de ser sentenciado cuando una mujer se
ofrece como víctima, a cambio de su libertad. A diferencia de
Bill, el héroe de Schnitzler nunca averigua quién fue su
bienhechora. Con la misma gratuidad con que su amada lo mata en
sueños, una desconocida lo rescata en la vigilia. En sus
encuentros con la hija de un paciente, una prostituta, una ninfeta en
una tienda de disfraces, Fridolin no establece otro contacto que la
perplejidad. Las mujeres lo retan a un placer tan impositivo como
inaccesible. Esta tensa paradoja desata su drama: la represión
de los impulsos autoriza sus exaltadas fantasías. Cuando sabe
que no hizo nada dañino y comprueba "la nulidad de su
aventura", regresa con su mujer. Su temporada en el infierno adquiere
la confusa cualidad del sueño. En correspondencia, la pesadilla
de Albertine se disipa bajo la luz de la realidad. Sin embargo, como
observa Fridolin, "ningún sueño es enteramente un
sueño". Los esposos se reúnen en esa zona de
indefinición.
Ojos bien cerrados introduce a otros personajes (la prostituta que el médico salva y se convierte en su salvadora y el millonario que le explica lo ocurrido en la mascarada). El mundo interior de Schnitzler (lo que ya se sabe) se traduce en dramaturgia (lo que está por ocurrir). Fridolin y Albertine no quieren sentir lo que Bill y Alice no quieren ver. La Viena del finis austriae de Schnitzler desemboca en el Nueva York finisecular de Kubrick. Dos mundos se extinguen, heridos por un tiempo enfermo. En ambos, Fridolin y Bill dan espléndidas propinas.