José Cueli
¡Goooya ...!

Conforme envejezco, cada vez más, regreso una y otra vez a la sombría pintura de Francisco de Goya, la cual juega un papel destacado en los problemas humanos sin que por esto su poderoso realismo sufra el menor ataque y sin que el extraño rigor de su naturaleza retroceda siquiera un centímetro. Esta particularidad se aprecia hasta un punto inconcebible en el tercer y último periodo de Goya; aquel en el que predominan el gris y el negro y que alude a temas fatalistas.

En esta etapa de su vida concibe y realiza Los desastres y miserias de la guerra. Es en estos dibujos en los que el artista aragonés conjuga la energía del aguafuerte con la suavidad del aguatinta con insuperable maestría y efectúa la más enérgica, terrible, decisiva y vengadora diatriba contra la guerra. Comparados los ``desastres'' con los ``caprichos'' y la ``tauromaquia'', subsiste la supremacía de los ``desastres''. Se adivinan en ellos que el pintor estaba asaltado por la impaciencia, el ardor nervioso que muchas veces daría al traste con la necesaria lentitud de los complicados procedimientos que empleaban los grabadores de la época, para que las sustancias corrosivas penetraran el cobre. He aquí la originalidad, el portentoso claroscuro y la enloquecedora y torturada visión de pesadilla que provocan sus aguafuertes.

Los ``desastres'' fueron la protesta del espíritu español a la locura francesa de 1808. ¿Fue esta la única idea de Goya al dibujar las horribles hermosuras o pensó de modo más amplio y humano, prolongado su odio a las guerras, más allá de las fronteras españolas para darles el carácter de universal repetición que tienen los ``desastres''? Tal vez vislumbró con profética mirada el eterno retorno nietzscheano y el instinto de muerte freudiano plasmándolo, con magistral pincel, en esas terribles escenas que huelen a sangre y muerte y que dan cuenta de la trágica desolación de la guerra. Escalofriantes imágenes penetradas del silencio de la muerte que se desplaza silenciosa, fantasmal, enmascarada e incorpórea.

Pareciera que Goya pintó en ``futuro-anterior'' dando cuenta con ello de la inexorable barbarie humana, del instinto de muerte enunciado por Freud casi un siglo después.

Las catástrofes orquestadas por el hombre se suceden unas a otras. No bien nos hemos horrorizado con el genocidio de Yugoslavia, y aún consternados ante tanto crimen, aparece el clamor de la muerte en Timor. Vemos que la tiranía, la violencia y la muerte no dan tregua. Lo irracional aflora en todos los frentes. Actos de terrorismo en Rusia, mientras en Estados Unidos un loco irrumpe en una iglesia y descarga su ira sobre víctimas inocentes para luego suicidarse.

No menos consternadora fue la noticia (en vías de investigación) que corrió en los últimos días acerca del posible tráfico de órganos de las víctimas de los terremotos en Turquía y más aún la compra-venta de infantes que perdieron a sus padres en los sismos. Vemos pues que la solidaridad con los grupos en desgracia se ve opacada por la más espeluznante depredación.

El hombre como devastador de su entorno, como demoledor de su propia civilización. Un ejemplo claro de ello es la crisis de la UNAM. La vida universitaria se desangra y se tiran por la borda siglos de esfuerzo. Voceríos, barbarie y confusión en las asambleas, mientras la gran mayoría de los universitarios quedan al margen, en la exclusión, en el exilio; como espectadores silenciosos del desmoronamiento, con los tímpanos lastimados por el vocerío de irracionalidad y la prepotencia, el alma conturbada ante las pérdidas irreparables y fieles a utópicos sueños de racionalidad.

El hombres es, como en el pasado, miserable, ruin y sanguinario. ¿De qué sirve la civilización? Goya sabía que no servía para detener la necesidad del hombre de hacer la guerra más allá de las justificaciones.

Ante el grotesco devenir de la civilización nos convertimos en espectadores pasivos, enmudecidos de horror, y sólo se escucha el silencio de la muerte, donde la esperanza y la razón se convierten en un débil susurro que se apaga ante la vociferante irracionalidad que terminará por silenciarlo todo.