LA DEUDA ETERNA
La visita que realizó el grupo Jubileo 2000 --en el que participan Willy Colón, Bono, David Bowie, Quincy Jones, Bob Geldof y otras destacadas personalidades de la música de masas-- a Juan Pablo II para pedir su apoyo a la petición de cancelar el débito externo de las naciones más pobres, hace pertinente revisar el asunto del endeudamiento y sus riesgos para el sistema financiero internacional.
Cabe recordar que desde principios de la década pasada fue claro que los préstamos foráneos que habían obtenido las naciones del Tercer mundo --o las ''economías emergentes'', como se les llama ahora-- eran impagables, al menos en los términos en que estaba contratados. La única manera de resolver de raíz el problema, que era y sigue constituyendo una bomba de tiempo para las finanzas mundiales --y también, por supuesto, para las poblaciones de los países afectados--, era eliminar esos pasivos en forma concertada entre los estados deudores y sus acreedores privados, públicos y multilaterales. En la medida en que ninguno de los gobiernos y de los organismos internacionales quiso, en aquel entonces, asumir esa evidencia, se optó --con la lamentable complicidad de las autoridades de las naciones deudoras-- por administrar el débito, convencer a las mayorías de las naciones deudoras de que se familiarizaran con el sacrificio constante que implica pagar los compromisos financieros, y alejar un poco la siguiente crisis. Con tales decisiones, el problema se volvió irresoluble.
A tres lustros de distancia, los propios gobiernos de los países acreedores y los organismos internacionales --que en aquel entonces cerraron toda posibilidad de cancelar las deudas externas de los pobres-- han tenido que diseñar medidas para, al menos, cancelar cerca de un tercio de los pasivos de tres decenas de estados, para cuyas respectivas poblaciones el pago se traduce directamente en hambre. Tal es el caso de diversas naciones africanas y latinoamericanas, cuyos ingresos per cápita anuales son inferiores a mil dólares, y registran pasivos nacionales que suman centenares de miles de millones de dólares.
La aplicación de ese plan, promovido originalmente por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en 1996, es impostergable para la estabilidad económica internacional, pero claramente insuficiente, toda vez que no resuelve el problema de fondo de quienes se verían beneficiados y no incluye a muchos otros países para cuyo desarrollo la deuda constituye un obstáculo siempre presente, aunque no se traduzca, en la coyuntura actual, en una crisis aguda. Para estas naciones, entre las que se encuentra la nuestra, un nuevo desarreglo financiero global o una brusca elevación de las tasas de interés estadunidenses podría desembocar en una moratoria obligada o en nuevos paquetes de ajuste salvaje, recesivos y depredadores, como los implementados en México en los años ochenta. No es una posibilidad remota: en estos días, Ecuador se encuentra ya al borde del incumplimiento de sus obligaciones con el exterior.
Con una perspectiva tan incierta y riesgosa como la descrita, es claro que los funcionarios de los organismos financieros internacionales, en vez de recurrir a ironías bobas --como la de Michel Camdessus, quien haciendo referencia a la vista del grupo Jubileo 2000, dijo que la solución al agobiante problema ''no vendrá del cielo''-- tendrían que revisar su propuesta de reducción de deuda, tanto para incrementar sustancialmente los porcentajes de cancelación, como para incluir en el mecanismo a más naciones con débitos foráneos. Y tendrían que hacerlo, no como expresión de una actitud humanitaria, sino para cumplir con su obligación elemental de procurar la estabilidad económica del mundo.