Hermann Bellinghausen
Umbría a deshoras

Estos pasos pisan donde pisaron antes otros pasos sobre la huella de otros pasos. Hace mil años que los hombres y las mujeres afanan sus vidas en estas colinas moldeadas a ciudad persistentemente, en algún lugar de Umbría.

Cuando el hombre llega y funda un pueblo, trae y acomoda piedras sin más, y las adorna porque sí. No se muda, muere aquí.

Darles perspectiva armónica le da por acumulación un conocimiento al que puede agregarle macetas con flores rojas y amarillas siempre. El ondulante trazo de la vereda rural, siglos después callejea y termina lapidada, con nombre propio y miles de vidas continuas pasándole encima.

En la inagotable juventud de un mundo que no termina, la gran luna asoma sobre las fachadas antiguas altas y provocadoras.

Aquí todo es pisar. O subes, o bajas. La Vía Bella, el Callejón del Oso, lechos de río entre edificaciones que compiten con los montes. Las casas son incluso puentes que les pasan encima. Y a bordo llevan gente.

Hacia abajo, en pendiente aguda, reiterados letreros en caracteres latinos indican la dirección del Teatro de la Sapinza con una flecha. Un sitio arqueológico.

Suena un tambor. La historia ha tocado tantas veces al tambor como la campana. O no, las campanas son las horas, y los tambores las deshoras.

Esta noche transcurre una feria más, provista de saltimbanquis y estatuas vivientes, moros, comerciantes de India y China, cargadores llegados más allá del Nilo, vinateros, condes y duques de Castilla y la Germania vaciando sus talegas de oro plástico a media plaza, tamborileros.

Se exhiben carruajes señoriales cuando me alejo. (Ferrar, Maseratti, Alfa Romeo, Fiat et al).

Tan fácil perder el rumbo, equivocar la escala, sentir el ligero mareo del extravío y del Teatro de la Sapienza, cualquier cosa que sea, ni sus luces.

En cambio se atraviesa la representación de los Bárbaros (así se autodenominan), que balbucean en un parque entre cubetas y paja sus lenguas muertas. Tienen de fondo, desde dos bocinas en los árboles, a Laurie Anderson y Tom Waits: "ƑQué esta construyendo ese allí?".

Aúllan, tantean un primordio de coreografía, ríen histriónicamente, parodean las artes marciales, se desploman y ruedan por la tierra del parque. Uno de Camerún, negro hasta brillar en lo oscuro, entorna con su boca roja las únicas cifras coherentes, que si son alguna clase de lenguaje.

Una muchacha de esta ciudad se lava, y termina empapada después de voltearse encima dos baldes de agua helada que no hace sino agudizarle el filo al escalofrío de su hermosura.

Al mismo tiempo las calles lucen grandes carteles que anuncian ropa de moda sin ninguna imagen, sólo una frase de F. Dostoyevski: La belleza salverá il mondo. A ver si sí.

De noche no se ven las estelas de los aviones supersónicos de la OTAN subrayando el cielo. Menos mal.

Jóvenes de Albania y los Alpes suizos, Japón, Cerdeña y España intentan una representación preverbal (o tal vez post), bien intencionada pero primitiva, sin ninguna sabiduría.

El jardín donde la noche desemboca y se pierde está en el Monte de la Luz. Aunque es de noche.