Teresa del Conde
Orozco en el Carrillo Gil (Primera parte)

Este año se conmemora el centenario del nacimiento de Rufino Tamayo y por ello (debidamente, pues no es posible pasársela en efemérides) no se ha prestado mucha atención al medio siglo transcurrido desde la muerte de José Clemente Orozco. Pero el director del Museo Carrillo Gil y su equipo tuvieron la buena idea de reinstaurar la sala de la colección permanente con una muestra exclusivamente con obras de Orozco que van de acuerdo con la lectura que quiso dar a esa exposición Armando Sáenz, curador independiente, nieto del doctor-coleccionista-pintor.

Se abre con una imagen famosa, La Victoria de 1944, semejante a la meretriz bíblica, gorda, ajada, abriendo los brazos que hacen contrapunto a las imprescindibles alas, sin las que la victoria no sería tal. De no tenerlas su categoría sería ''aptera" y hubiera llegado para quedarse, como sucede en el relieve del templete en la acrópolis ateniese, donde la finísima figura se ata una sandalia. Su tratamiento es opuesto en intención al formulado por Orozco. La de éste trae guirnalda de laurel, los mismos laureles que aparecen en la pintura Las coles, también de 1944. Estupendamente pintado, el cuadro está entonado en rojos, roja es la bandera que ella sujeta con el brazo izquierdo; rojo es el río fangoso por el que atraviesa, rojizas las alas y la coronilla que remata el verde de los laureles.

Renato González Mello rescató en su estudio, para el catálogo, un párrafo extraído de texto inédito de Edmundo O'Gorman. Es un hallazgo: ''La dulce victoria, de todos tan deseada; sí, pero es ella también la ramera, la prostituta, gorda y desnuda, metida hasta las corvas en un río de sangre coagulada, y en las graves pláticas de los grandes señores de la tierra preside la locura de cascabeles, mientras que sobre el paisaje de horror y de ruina, flota indolente como un globo de ilusión, un arlequín de pulquería ataviado de vivísimos colores".

Anoto dos cosas que harán más entendible la pintura y el párrafo. Al referirse a ''la locura de cascabeles", O'Gorman alude a las perillas que rematan grotescamente la coronilla encimada en la guirnalda de laureles y lo que no encuentro por ningún lado es el arlequín de pulquería. Tal vez estuvo y luego Orozco lo quitó.

A partir de tal descripción puede pensarse que el cuadro es desagradable, pero no lo es en modo alguno. Es una soberbia pintura, tan actual que debería servir como emblema para todos los que pretenden vencer antes que dialogar, razonar, acordar. Porque no hay victoria sin derrota y eso es lo que Orozco quiso decir cuando la pintó, recién Ƒterminada? la Segunda Guerra Mundial. Ese año, cinco antes de su muerte, pintó varias obras relevantes como el retrato del obispo Luis María Martínez (Munal), la versión del Prometeo y Riña en un cabaret de la colección Carrillo Gil, que también se exhiben; los de payasos y diablos que realizó como apuntes para el Apocalipsis, del Hospital de Jesús, ese sombrío templo que guarda las cenizas de Hernán Cortés y que tan descuidado se ha visto por momentos.

Los murales estaban dañados, sobre lo cual en cierto momento alertaron Sergio Pitol, Margo Glantz y quien escribe. Afortunadamente, pronto fueron sometidos a diagnóstico por el CENECOA (hoy Cecropam) del INBA. La cosa con éste y otros murales (los de Siqueiros en el colegio chico de San Ildefonso) es que no sólo necesitan periódicas restauraciones, sino mantenimiento constante y eso requiere de presupuestos continuos; ojalá, así se entendiera. Dígase lo que se quiera, el muralismo (por medio de sus tres principales protagonistas, porque Tamayo es otra cosa) puso a México en la historia universal del arte y si falleció víctima de su propia retórica, el deceso ocurrió coincidiendo con la muerte de Orozco (7 de septiembre de 1949), cuando éste pintaba en el destruido multifamiliar Miguel Alemán y proyectaba realizar un Cristo más, volumétrico, que excepcionalmente no se hubiese encontrado en actitud de destruir su Cruz (la versión de la colección que comento es de las mejores) sino que habría de erguirse, en el edificio de la Normal, como juez implacable.

Volviendo al ámbito del Carrillo Gil, es apasionante observar cómo los modos de pintar de Orozco cambiaban de acuerdo con los temas; ya algo dijo sobre La Victoria, el retrato de arzobispo es de una factura muy diferente y sólo las manos tensas, crispadas, ofrecen puntos comunes con algunas áreas de La Victoria.

Riña en un cabaret (me recuerda a Malcolm Lowry) es una pirámide humana rematada por un ensombrerado; los trazos son briosos, inquietos, como la propia riña en la que hasta asesinados hay. No voy muy de acuerdo con que esa pintura posea encuadre cinematográfico, como se lee en la cédula correspondiente (todas escritas por González Mello), pero pudiera ser.