Pedro Miguel
La deuda externa

Este fin de semana el gobierno de Ecuador nos dio la sorpresa de declarar una moratoria de sus pagos de deuda externa. No fue una decisión fundamentada y serena, sino una salida desesperada, forzada por la imposibilidad, asumida a regañadientes y en medio de disculpas de Estado. No fue el equivalente de un discurso solemne, sino un sonoro gas incontenido en medio de un banquete oficial: una vergüenza. Si el intestino económico ecuatoriano tuviera las dimensiones del de México o del de Brasil, habría sido, además, una catástrofe.

El presidente Mahuad tal vez habría podido ahorrarse el bochorno si se hubiera dado cuenta a tiempo de la lógica según la cual la deuda, en sus términos actuales, es impagable. Qué lástima: hace más de quince años que sabemos, sin margen posible de duda, que la deuda externa de los países de América Latina es impagable e incobrable. Los teólogos neoliberales nos enseñaron, además, que es imprescriptible, progresiva y eterna. Entre los gobiernos de estas naciones y sus acreedores se ha establecido el pacto cínico de no saldar nunca el principal, a condición de que los intereses sean cubiertos puntualmente. De esta manera, nos hemos resignado a pagar una renta por el simple hecho de existir y de ser descendientes de los ministros de Hacienda que formalizaron los primeros empréstitos hace diez o veinte o treinta o cien años, y connacionales --o súbditos-- de los funcionarios que, día con día, semana con semana, año tras año, renuevan puntualmente las obligaciones y los instrumentos de nuestra cadena perpetua.

Ninguno de los regímenes democráticos de este subcontinente le ha preguntado a la gente si desea seguir participando en la lógica del endeudamiento externo y cargar sobre sus espaldas unas obligaciones nacionales que, individualizadas, representan algo así como mil dólares por cabeza: tres, seis o doce meses de trabajo, según las variaciones nacionales del ingreso per cápita.

Nuestros gobernantes asumen que todos los habitantes de esta porción del mundo disfrutamos el estilo de vida del tarjetahabiente compulsivo. Podrían llevarse alguna sorpresa, y descubrir que una que otra viejita de miscelánea preferiría --si le preguntaran-- vivir al día, pero sin deudas.

El hecho es que nadie le ha preguntado nada a nadie y las viejitas de miscelánea, los bebés con cólico, las abogadas, los periodistas y los barrenderos ųentre otros-- llevamos a nuestras espaldas la renta de una suma primigenia, siempre y puntualmente renovada, renegociada y ampliada. Quien te diga que ha logrado reducciones sustanciales del monto te está presentando un malabarismo aritmético muy cercano a la mentira.

Pagar la deuda externa --saldarla, cubrirla, devolver lo prestado sin contratar créditos adicionales-- es, al parecer, un disparate irrealizable digno sólo del extinto Ceaucescu, que tendría consecuencias catastróficas para la población. Eso dicen. Negarse a pagar es una propuesta que suena --después de tantas toneladas de propaganda a favor del "realismo económico" obsoleta, incendiaria y quimérica. Entonces no hay más remedio que pagar, puntualmente y hasta con entusiasmo, a la espera de que el crecimiento económico algún día le gane la partida al incremento de la deuda, hasta convertirla en una porción realmente despreciable del PIB, y rogándole a Dios que los intereses no suban en forma brusca. El único problema con esa perspectiva es que resulta demasiado frágil y sujeta a la Ley de Murphy --lo que pueda fallar, fallará-- y que tarde o temprano (si les va mal a los bolsistas de Tokio, si les va demasiado bien a los agricultores estadunidenses, si le da herpes a un ignoto mafioso ruso o a un banquero de Bahrein) cada uno de estos países estaremos en la situación de Ecuador.

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