En su famoso libro El queso y los gusanos, de subtítulo muy sugestivo, El cosmos, según un molinero del siglo XVI (Muchnik, 1991), Carlo Ginzburg explica el método que ha seguido para sustentar sus teorías: ``Sólo a través del concepto de `cultura primitiva' hemos llegado a reconocer la entidad de una cultura entre aquellos que antaño definíamos de forma paternalista como `el vulgo de los pueblos civilizados'. La mala conciencia del colonialismo se cierra de este modo con la mala conciencia de opresión de clase. Con ello se ha superado, al menos verbalmente, no ya el concepto anticuado de folclor como mera cosecha de curiosidades, sino incluso la postura de quienes no veían en las ideas, creencias y configuraciones del mundo de las clases subalternas más que un acervo de ideas, creencias y visiones del mundo elaboradas por las clases dominantes quizá siglos atrás.
``Llegados a este punto, se plantea la discusión sobre qué relación existe entre la cultura de las clases subalternas y la de las clases dominantes. ¿Hasta qué punto es en realidad la primera subalterna a la segunda? O, por el contrario, ¿en qué medida expresa contenidos cuando menos parcialmente alternativos? ¿Podemos hablar de circularidad entre ambos niveles de cultura?''
Y esta cita calza perfectamente con la exposición Muéganos, pelucas y rosquetes: la panadería actual de Hidalgo y de Tlaxcala, montada por Cristina Barros y Marco Buenrostro en el Museo de Culturas Populares de Coyoacán. Y calza porque esa producción humilde y popular, el pan nuestro de cada día, es un objeto efímero, pero a diferencia de los objetos efímeros que el consumo ha entronizado -de cuya volatilidad da cuenta la moda-, el pan es un objeto perecedero que se consume a diario y cotidianamente se rehace, signo de que a pesar de que parece un producto insignificante por su cotidianidad para ocuparse de él como marca de cultura, es uno de sus aspectos más vitales, un cuerpo que circula en todos los niveles: su fragilidad es a la vez la prueba de su resistencia.
La moda que preside al consumismo deshace y desecha los productos después de permitirles un éxito arrollador y su impacto es apenas duradero, dura un lapso que se agota de inmediato: unos días o a lo sumo meses. El pan, lo repito, cumple un ciclo reiterado que oscila entre lo momentáneo y lo perdurable, entre lo efímero y lo eterno, por ello la hostia hecha de trigo, un pan circular y delgado como lámina es, para los católicos, el símbolo más acabado de la humanidad y a la vez de la divinidad de Cristo, idea redoblada en los panes con forma de borrego, presentes en la exposición -el agnus dei qui tollis peccata mundi, ``cordero sagrado que redime los pecados del mundo''-, y en los panes más obvios, los de forma de cruz, cuya aparición es reciente.
Cristina y Marco recorrieron Hidalgo y Tlaxcala y recogieron su cosecha de panes, hechos de trigo importado por los conquistadores y sin embargo transformado por los indígenas en tradición propia. Y no se trata sólo de las formas que como hemos visto pueden ser símbolo definido de la tradición cristiana, sino también de la manera como se hacen. Lo confirma una de las primeras cédulas que van explicando el sentido de la exposición: ``Esta capacidad para dar múltiples figuras a la masa tiene sus orígenes en los trabajos de arcilla que desde épocas tempranas realizaron las culturas de Mesoamérica. Para elaborar esas piezas utilizaron diversas técnicas que también se utilizan en la panadería, como rayar la arcilla antes de hornearla, el pastillaje, que es la sobreposición de adornos de la misma arcilla a la figura básica, o el repulgado, esa manera de olán que suelen tener en las orillas las cazuelas, y que se forma con movimientos del dedo pulgar. No sólo la arcilla fue moldeada por los antiguos mexicanos; con masa de maíz hicieron tamales que se presentaban como ofrenda en determinadas festividades religiosas. Los había en forma de flecha, de flor y de caracol que se lograban al combinar, como aún se hace, capas de maíz con pasta de frijol. En ocasiones coloreaban la masa con grana del carmín, pues el rojo era un color asociado a lo sagrado; de ahí la tradición de teñir de rosa el azúcar con que se decoran ciertos panes''.
A esta tradición indeleble se agrega la fantasía de todos los días, o la imitación de ciertas costumbres o de cosas cotidianas; esta costumbre desemboca a la vez en la estética y en la picaresca: ``Los panaderos suelen nombrar a los panes tomando en cuenta su forma. Es el caso de la concha. El rehilete, el ladrillo o el bolillo, que tan popular fue entre nuestras abuelas para realizar delicados trabajos en hilo. Otros panes cuyos nombres están relacionados con los objetos son los volcanes, la cartera o el estribo. Una galleta adquiere calidad de espejo al ser cubierta por su brillante capa de fondant hecho de azúcar pulverizada, agua y gotas de limón. Los alamares que se utilizan en el traje charro y que son de origen árabe, se representan en apetitosos panes cubiertos de azúcar. Los cuernos son una de las forma de pan más antiguas y difundidas. Los trompos infantiles se estilizan en la panadería''.
Un pan entre los muchos admirables que hay en la muestra llama la atención, es un enorme corazón color de miel oscura; en su amasado hay numerosos adornos simulando la anatomía de ese órgano, sin hacerlo en absoluto repulsivo, al contrario, algunos de los promontorios aparentes son en realidad unos aguacates; este pan es un pan cordial, como debe serlo un corazón, un pan ofrendado a los amigos en recuerdo del amor, del cariño o del respaldo desinteresado que necesita aquel para quien es el pan y por ello se le llama justamente ``el pan de los cuates''. Este artículo afectuoso va dedicado a mis queridos amigos Cristina y Marco cuyo trabajo concienzudo, exhaustivo, impecable queda de manifiesto en esta exposición cuya museografía es de Marco, quien al terminarla colgó -a pesar de la reiteración- un marco hecho con panes.
El pan no sólo se coloca de esta forma para ser expuesto sino para continuar con la tradición de los altares populares cuyos objetos cotidianos se cuelgan alrededor de una imagen para convertirse en su más preciada ofrenda. ¿Acaso no le llamamos cuelga a un regalo?