Excepto en los teatros orientales, el teatro que conocemos se basa en la noción hegeliana de conflicto como sustento de la acción dramática. Aunque el término fue introducido por Hegel apenas en el siglo pasado, todas las poéticas desde Aristóteles lo entendían como algo implícito; aun la teoría del teatro épico de Brecht lo explicita como el gran conflicto social en el que se reflejan los pequeños conflictos individuales de los personajes. Se han hecho algunos intentos -muy aparte del teatro Noh- de contar una historia sin que exista conflicto verdadero, como puede ser, entre nosotros, La visita del ángel, de Vicente Leñero, escenificada de manera hiperrealista por Ignacio Retes para mostrar un pequeño momento de vida. Mucho más desconcertante resulta el espectáculo multidisciplinario Cabaret Museo Deseo que presenta el conflicto del amor y desamor de la pareja sin sustentarlo en una trama.
No se nos presenta como teatro, aunque podría serlo porque un elenco actúa en un escenario, lo que bastaría -según muchos teóricos- para que el fenómeno teatral se diera. Se basa en un poema de Lydia Margules, Primer estudio para la espera, que sí tiene una mínima progresión hacia el encuentro del hombre, que puede ser Ulises, con la mujer que es definitivamente Penélope. Un problema para el espectador desprevenido es que no se trata de un poema conocido, lo que haría más sencilla la comprensión de las metáforas escénicas que ilustran visualmente las metáforas del texto. Pero se nos da una clave tanto en el programa de mano como en el inicio del espectáculo que da el entonces maestro de ceremonias: ``En el principio existía un solo dios un dios femenino una diosa/ por lo tanto ella estaba sola/ en medio de su tormento se hizo volar a sí misma en un número infinito de pedazos/ he aquí algunos de esos pedazos''.
Los pedazos dan pie a una especie de espectáculo minimalista (cuya autoría no se acredita, pero que puede ser elaboración del grupo o de su director, José Antonio Cordero) con muy tenues hilos conductores, tanto del poema como escénicos, que unen cada uno de los fragmentos. Están, desde luego, los encuentros y desencuentros amorosos, la soledad y la recurrencia del mar, con el ausente Ulises y la espera de Penélope. En la traducción teatral que hace Cordero del poema este hilo se diversifica. Están las huellas de pisadas que se barren como hojas secas, que luego son pisadas de satín y finalmente papeles que se convierten en barquitos que flotarán en una tinaja y serán aplastados. Está la gabardina con que el actor, cuando es amante (y no maestro de ceremonias o juez de concurso de belleza) intenta cubrir a las actrices que la desdeñan, hasta que finalmente una de ellas la acepta como futuro compartido, hogar y pareja, terminada la espera. Está el cartero que entrega sobres en que van escritos fragmentos del poema.
Está sobre todo la música, con Alejandro Moreno al acordeón y los fragmentos del texto cantados por las diferentes actrices. Cordero inicia con un show cabaretero en que la maga Circe equivoca todos su trucos. No se sigue el parangón con la Odisea, que es retomado sutilmente cuando las ``misses'' del hilarante concurso de belleza -también fragmentado- pelean, tras haber dado sus nombres verdaderos, por llamarse Penélope. Se hila fino en la pesadilla cuando todas llaman a Ulises y en el entorno marino, para ser recuperado al final.
Algunos momentos son mucho más ilustrativos, como el del cine. Y muchos son de gran belleza en su composición, como ese en que Emma Dib canta al fondo, lánguida y con una copa en la mano y al frente están Rodolfo Arias y Catalina López, separados, en sendas sillas. El director juega los momentos muy lúdicos con otros de gran melancolía y todos los resuelve muy bien. Incluso dota en lo posible de algún signo distintivo a las actrices, que así se convierten en personajes. Dib es la solitaria sin remedio. Lydia Margules sería la auténtica Penélope. Muriel Fouillard, la pequeña trabajadora, y Martha Claudia Moreno, amén de la inepta Circe, la única sin momento de soledad. Catalina López es la mujer que intenta apropiarse de los signos de las otras y poco a poco logra una sofisticación que al principio no tenía. Todas están muy bien, cantan -en el caso de Dib y Margules, aunque esta última caiga en un premeditado grotesco- y, al igual que Arias, bailan con la coreografía de Pilar Gallegos la música original de Alejandro Moreno, en una muy sencilla escenografía y un excelente manejo de la luz de Xóchitl González.