n Apuntar con la pluma n

Ante las novelas-río de Günter Grass, cualquier selección de su obra ha de verse necesariamente fragmentaria. Pero existe una sola manera de acercarse a un autor, y es mediante su prosa. Vertidos al castellano, estos son cuatro párrafos, mínimos, provenientes de las caudalosas obras del Nobel 1999. Leerlo es la mejor forma de situarse sobre su hombro y mirar lo que apunta su pluma.

 

Uno puede empezar una historia por la mitad y luego avanzar y retroceder audazmente hasta embarullarlo todo. Puede también dárselas uno de moderno, borrar las épocas y las distancias y acabar proclamando, o haciendo proclamar, que se ha resuelto por fin a última hora el problema del tiempo y del espacio. Puede también sostenerse desde el principio que hoy en día es imposible escribir una novela, para luego, y como quien dice disimuladamente, salirse con un sólido mamotreto y quedar como el último de los novelistas posibles. Se me ha asegurado asimismo que resulta bueno y conveniente empezar aseverando: Hoy en día ya no se dan héroes de novela, porque ya no hay individualistas, porque la individualidad se ha perdido, porque el hombre es un solitario y todos los hombres son igualmente solitarios, sin derecho a la soledad individual, y forman una masa solitaria, sin hombres y sin héroes. Es posible que en todo eso haya algo de verdad. Pero en cuanto a mí, Oscar, y en cuanto a mi enfermero Bruno, quiero hacerlo constar claramente: los dos somos héroes, héroes muy distintos sin duda, él detrás de una mirilla y yo delante; y cuando él abre la puerta, pese a toda la amistad y a toda la soledad, no por eso nos convertimos, ni él ni yo, en masa anónima y sin héroes.

(El tambor de hojalata)

 

Fue hacia finales de la Edad de Piedra. Un día sin número. Todavía no hacíamos rayas ni muescas. Ver a la luna adelgazar o echar panza sólo nos daba miedo. No había nada previsto que se cumpliera puntualmente. No había fechas. Nunca llegaba nadie ni nada demasiado tarde. Un día fuera del tiempo, de nubosidad variable, capturé al rodaballo. Allí donde el río Vístula, de lecho siempre distinto, se mezclaba al mar abierto, había puesto mis nasas, en espera de anguilas. No conocíamos las redes. Y tampoco era corriente aún pescar con cebo y anzuelo. Hasta donde me acuerdo -la última glaciación marca el límite de mi memoria- sólo atravesábamos los peces con palos aguzados y, luego, con arco y flechas: la perca, el lucio, la lucioperca, la anguila y la lamprea en los brazos del río y, cuando bajaba por la corriente, el salmón. Allí donde el Báltico bañaba dunas errantes, alancéabamos los peces planos que, en las aguas cálidas y poco profundas, gustan de enterrarse en la arena: platijas, gallos, el rodaballo.

(El rodaballo)

 

Diga lo que tenga sobre el corazón, querido amigo, se lo ruego. Es posible que le mueva a usted un gran dolor. ƑPodemos compartirlo? šAh, cómo estará su ánimo! Cuando usted entró, con este perro, tuve la impresión de que el mundo se hundía sobre mí, un mundo surcado por el dolor, agitado por la tormenta, lleno de penas. Pero ahora, según veo, ha venido a vernos un ser humano, Ƒcomprende usted? -extraño y, sin embargo, próximo en algún modo-, le hemos podido ayudar con nuestros medios, y ahora quiero volver a creer y tener ánimo. Porque también usted debería, amigo mío. ƑQué es lo que le conmovió a tal punto? ƑRecuerdos? ƑSubieron días oscuros ante sus ojos? ƑAcaso un ser querido, desaparecido, desde hace mucho, ha movido su alma?

(Años de perro)

 

Por Navidad me pedí una rata, confiando en encontrar rimas logradas para una poesía que tratase de la educación del género humano. En realidad hubiera querido escribir sobre el mar, mi charco báltico; pero ganó la rata. Mi deseo se vio satisfecho. Bajo el árbol de Navidad me encontré con la sorpresa de la rata. No apartada a un lado, no; cubierta por las ramas del abeto, armonizando con los colgantes adornos del árbol, en lugar del nacimiento con su personal de costumbre, había encontrado acomodo, más larga que ancha, una jaula de alambre, de barrotes pintados de blanco e interior amueblado con una casita de madera, su biberón y su chacharrito de la comida. El regalo ocupaba su puesto con desenvoltura, como si no hubiera objeción que hacer, como si aquella sorpresa fuera algo natural: una rata bajo el árbol de Navidad.

(La ratesa)

 

Nota y selección de textos:

César Güemes