Triste presagio para una película de autor es ser valorada positivamente por no parecerse mucho a lo que dicho autor ha realizado anteriormente. En sus apreciaciones, muchos espectadores de El coronel no tiene quien le escriba, de Arturo Ripstein, señalan un cambio de estilo: más humana, menos sórdida, no se parece en nada a la gran perdedora de los Arieles, El evangelio de las maravillas. Tampoco a La reina de la noche, tan sombría y complaciente en su descripción de placeres funestos ni tampoco a La mujer del puerto (invisible en México, desdeñada por quienes apenas la recuerdan). Los comentarios que ha suscitado la adaptación de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, en la crítica incondicional o en la desfavorable, en la crítica extranjera ųespañola o francesa, de preferenciaų, cada vez menos deslumbrada por el color local o por la fotogenia de la miseria, confirman algo que desde hace tiempo se sospechaba: los patriarcas del cine mexicano (Ripstein a la cabeza) comienzan a vivir lentamente su otoño. Y todo por la poca credibilidad que tienen sus propuestas, y también por el empuje (al fin reconocido) de cineastas jóvenes con una mayor frescura (Carlos Carrera, Carlos Bolado, Alejandro Springall). Contrariamente a lo que sucede en Francia, donde un cineasta octogenario pueda dar lecciones de espontaneidad e ingenio (Jacques Rivette o Alain Resnais), nuestros veteranos envejecen mal, y llegan a invocar la emoción llorosa de los literatos que adaptan, como un argumento fuerte para certificar la validez de lo adaptado.
En su adaptación de la novela de García Márquez, la guionista Paz Alicia Garciadiego y el propio Ripstein se toman libertades previsibles y necesarias. Otras definitivamente fantasiosas. La recreación de atmósferas en un pueblo veracruzano azotado por los huracanes, donde llueve interminablemente, es algo de entrada atractivo, y tal vez lo más cercano a lo que el autor de La mala hora sugiere de la costa colombiana. Pero, Ƒpor qué hacer del coronel una desangelada figura cristera (en la costa del Golfo, nada menos), con un anticlericalismo reducido a su enfrentamiento pintoresco con el cura del pueblo, y sin mayor sustancia histórica? Sería un desatino reprocharle a Ripstein la lentitud del ritmo de la cinta. Su tema es justamente ese: la lenta erosión de dos vidas y la desesperanza al cabo de una larguísima espera. Pero de poco sirve el cuidado artístico con que se desea sugerir la monotonía de la espera del coronel (26 años y ocho meses, cada viernes por la mañana, en pos de una carta inexistente), y la circularidad del relato que inicia y concluye en la misma ventana y con una idéntica melancolía; de poco sirve esa insinuación de emociones desgastadas y dignidades vigorizadas, cuando los dos ancianos de la historia (Marisa Paredes y Fernando Luján, actores muy capaces, encorsetados sin embargo en la obligación de verse dignos todo el tiempo), no se apartan un instante de un mundo ripsteniano nuevamente sórdido, una vez más, decrépito.
ƑPor qué tanta incoherencia en el desarrollo de las acciones? Hay escenas realmente incomprensibles. ƑCómo se justifica la saña con que los niños insultan a la anciana "gachupina", cuando en el pueblo existe más bien desinterés o algo de piedad hacia la pareja? ƑO la violencia con que se le despoja a ella del gallo de pelea? ƑO la calma con que poco después se devuelve el mismo gallo a su dueño? El grito rencoroso que Marisa Paredes lanza contra los niños es un eco del "Ojalá los mataran a todos antes de nacer", que con rabia escupe el ciego Carmelo (Miguel Inclán) en Los olvidados (Buñuel, 1950). Pero cuán inconvincente aquí y cuán gratuito. Con retratos de la vejez y de la indigencia tan soberbios como los de Kurosawa o Imamura, Ƒcómo hablar de sensibilidad artística cuando la cinta recurre a la imagen grosera de una Marisa Paredes devorando los granos crudos de una mazorca abandonada ("Yo también como, igual que el gallo"). En El coronel no tiene quien le escriba el esfuerzo notable de Luján y de Marisa Paredes se topa con el irrefrenable gusto que muestra el guión por la sordidez, menos delirante aquí que en las cintas inmediatamente anteriores de Ripstein, pero presente todavía como una idea fija, irreductible. La calidez de los protagonistas no se refleja en un solo detalle de la casa que habitan y donde nada funciona. Los muros leprosos, el espejo del baño en la que día a día se contempla la decrepitud física, todo concurre a ese oscuro placer estético que un crítico francés (Cahiers du Cinéma, mayo 1999) evoca para señalar a Ripstein como un posible "James Ivory del lodo". Luego de este ejercicio de vanidad satisfecha y de complacencia en la supuesta decrepitud de los ancianos, Ƒqué queda de la generosidad y de la frescura humorística de García Márquez? ƑAlguna emoción no enterrada aún en el fango, o en ese rencor social que con disfraz de dignidad se resigna a "comer mierda"? Queda el trabajo de actores merecedores de una mejor suerte, y que al menos en el caso de Paredes, la obtienen (Todo sobre mi madre, de Almodóvar), y los esporádicos chispazos de humor popular y calidez afectiva que el guión detecta con buen oído, transmite y sabotea luego con la siguiente imagen grotesca. Queda el recuerdo de imágenes de generosidad y ternura en otras cintas ya viejas, las del mejor Ripstein en sus mejores momentos.