MAR DE HISTORIAS
Anita La Larga
n Cristina Pacheco n
Si a doña Paula le preguntan por qué llamó Ana a su hija, responde: "Porque es un nombre cortito". Demasiado tal vez para una muchacha que mide un metro con ochenta centímetros. Luce su estatura las raras ocasiones en que se atreve a ponerse de pie. Entonces su madre le recuerda que puede caerse y sufrir un desvanecimiento capaz de poner en peligro su vida: "Y mi pobre corazón ya no podría resistir otro dolor tan grande".
Doña Paula se refiere a la muerte de sus hombres. El primero en fallecer fue don Efraín, su esposo. Medía dos metros y en su pueblo, El Progreso, no fue posible hallar un ataúd a su medida. Entonces su hijo mayor, heredero de su nombre y de su oficio, tuvo que hacerle uno a marchas forzadas.
Cuando la viuda se mudó a la capital con su descendencia no imaginó las pérdidas que sufriría. Pero al menos iba a encontrar la facilidad de adquirir catafalcos adecuados para enterrar los restos mortales de sus hijos: todos extremadamente guapos y altos.
La señora intentó llenar el vacío que dejaron esas muertes. Llenó las habitaciones de su casa -hasta la fecha inconclusa- con imágenes de bulto de santos, mártires, apóstoles y arcángeles. Ella misma se encargó de bastillar las toallas con que a diario limpia las caras de las imágenes sagradas a las que custodian veladoras. Cuando el viento agita sus flamas, doña Paula cree que cada parpadeo de los santos es un mensaje del cielo.
II
Descifró el primero la noche en que regresó del hospital donde Ana estuvo once días. Durante todo ese tiempo doña Paula se esforzó por explicarse la razón de que Dios se hubiera ensañado tanto con ella quitándole a todos sus hombres. A la muerte de su esposo siguieron, en riguroso y macabro orden de edades, los fallecimientos de sus cinco hijos varones. A fuerza de repetirse la pregunta, doña Paula llegó a una conclusión: tal vez Dios la había despojado de sus hijos para castigarla por su excesivo placer al mirarlos. Allí la asaltó una inquietud: Ƒno estaría provocando, otra vez, la ira divina al dedicarles tantas horas de atención y rezos a los santos que habitaban en su casa?
Prefirió no responder a esa pregunta. La idea de arrojarlos de sus altares la horrorizó. Imaginó los posibles destinos de sus protectores: iglesitas de barrio, capillas de orfanatorios. Allí sus santos quedarían confundidos entre la corte celestial, sin nadie que tuviese una toalla verde para limpiarle el rostro a San José, una amarilla para San Judas Tadeo, una roja para San Miguel Arcángel, una blanca para San Juan Bautista, una rosada para San Buenaventura, una azul para Santiago Apóstol. En tales condiciones, sus imágenes de bulto terminarían sepultadas bajo capas de tierra, lo mismo que su marido y sus hijos.
Aquella noche, al volver del hospital, doña Paula clavó en la pared las recetas con los nombres, horarios y dosis de los medicamentos que Ana estaba obligada a tomar. Era preciso que se recuperara del accidente en que estuvo a punto de morir por culpa de un chofer ebrio.
Después doña Paula tomó asiento en la silla de tule y desde allí vigiló el descanso de su hija. Una risa incontenible, inoportuna, la sacudió, al percatarse de que los pies de Ana sobresalían de la cama. Recordó el dicho de su abuela. "Los niños se estiran con las enfermedades". Esa remembranza la hizo advertir algo en lo que nunca había pensado: "Quizá mi Ana llegue a ser tan alta como sus hermanos". Sintió temor y para disiparlo se puso a rezar.
Una ráfaga abrió la ventana y agitó las flamas de las veladoras. Doña Paula creyó advertir en sus divinos protectores un parpadeo. Se quedó inmóvil hasta que logró traducir su significado. Era la respuesta a la duda mil veces repetida durante su estancia en el hospital: Ƒhabía elegido Dios a su esposo y a sus hijos para llevárselos porque los vio antes que a otros por ser demasiado altos?
Entró una nueva ráfaga. Doña Paula advirtió más parpadeos y los interpretó como un aviso que tradujo en voz alta: "Anita crecerá tanto como sus hermanos. Nuestro Señor la verá y tal vez quiera llevársela para que ella también lo acompañé". En ese instante doña Paula decidió consagrar el resto de su vida a esconder a su Anita de los ojos de Dios. Para ello pidió auxilio a sus santos.
III
Guardó en secreto su determinación. Durante los primeros tres meses de convalecencia, doña Paula se limitó a decirle a su hija que, aunque cuando se sintiera recuperada, debía permanecer en cama hasta nuevo aviso.
Ana no lo resintió porque se vio mimada por las vecinas que la visitaban por las tarde. Al principio doña Paula agradeció la atención. Más tarde se disgustó cuando a las visitantes les dio por decir: "Anita ya se ve muy bien. Sería bueno que comenzara a dar sus primeros pasos". En el momento en que doña Paula quedaba otra vez a solas con su hija, le decía: "Ellas qué saben. Dicen que estás bien sólo para animarte, pero sigo viéndote muy débil. Promete que me obedecerás y te quedarás en tu cama".
Al cabo de otras cuatro semanas la muchacha se sintió recuperada y se rebeló. Al verla de pie, doña Paula advirtió lo mucho que su hija había crecido. El secreto temor la obligó a mentir: "Ayer pasé a consultar al médico. No quería decírtelo, pero como veo que te levantaste, debo hacerlo: me advirtió que si sufres una caída quedarás mal de la cabeza".
Ana dijo que prefería la locura a volver a la cama. Su madre la llamó "desconsiderada". Después sintió pena y la autorizó a dar paseítos por los cuartos. A cambio, debía permanecer sentada el mayor tiempo posible en la última silla hecha por don Efraín.
Bajo pretexto de que la conversación fatigaba a su hija, doña Paula prohibió las visitas. Luego, con la excusa de que la resolana podía debilitarla, alejó su silla de la ventana. Pensó que la medida era insuficiente para proteger la vida de Ana, al darse cuenta de que la muchacha seguía creciendo.
Por tanto, cada vez resultaba más visible a los ojos de Dios. Inquieta por las consecuencias que esto pudiera tener, doña Paula recurrió a otra argucia: le destinó a su hija una silla más pequeña. Según ella, el golpe sería menos fuerte en caso de que sufriera un desvanecimiento. En seguida comprendió que esto tampoco bastaba y dispuso para su hija un rincón del último cuarto.
Ana apenas contaba con espacio para extender las piernas y los brazos. Tenía que mantener inclinada la cabeza para no golpearse contra la repisa de los santos. Doña Paula se horrorizó de ver a su hija sometida a esta tortura. La intranquilidad y el sentimiento de culpa la llevaron a esperar con ansia un nuevo parpadeo de las imágenes sagradas. Cuando lo advirtió leyó en él un mensaje: "Háblale a Ana con la verdad. Dile el grave peligro que corre y que tu pobre corazón no soportaría verla partir tomada de la mano de Dios".
Doña Paula cumplió el mandato. Ana aceptó mantenerse replegada en su escondite. Acaba de cumplir nueve años de encierro. En este tiempo ha aprendido una serie de habilidades: borda, lee, juega, canta. En las noches, sola en su cuarto, Ana mira a los santos iluminados por las veladoras y adivina en sus parpadeos un gesto malicioso. Lo interpreta en un murmullo: "No le diremos a tu madre que sigues creciendo y pronto te irás". Antes de cerrar los ojos, Anita La Larga los bendice.