Elba Esther Gordillo
Fuentes, caminante de la palabra

HABITANTE CABAL DEL MUNDO, viajero incansable de sus emociones, Carlos Fuentes es uno de los mexicanos que en este fin de siglo ha ejercido con mayor derecho el título de Hombre de Letras, si entendemos por ello a quien, como él, ha recorrido los caminos de la palabra o, si se prefiere, a quien ha construido los puentes que con palabras dan sentido al pensamiento humano.

Lo mismo fervientes lectores que ciudadanos ávidos de su lucidez cotidiana, hemos hecho de su generosidad en el lenguaje y de su reflexión acuciosa una feliz costumbre. No esperamos más de lo que siempre nos ha dado: la introspección de la conciencia de un país a través de una literatura deslumbrante, vital, contundente.

Pero sus letras son mucho más que retratos de época, más que que mundos paralelos. "La literatura --escribió hace años-- dice lo que la historia encubre, olvida o mutila". Acaso a ello se deba que su literatura sea tan real como la realidad misma y, a un tiempo, construya también nuestra realidad.

Hace algo más de 40 años que Fuentes empezó a devorar la incipiente ciudad con pasos y palabras exactas: La región más transparente constituyó el alumbramiento de una ciudad abundante en Historia e historias, una ciudad que estrenaba la costumbre de ser ella misma. Del joven aquel de lenguaje tan vasto como una ciudad, nos queda un retrato: hacia el invierno de 1950, en su primer encuentro, Octavio Paz recuerda al joven que "poseía una avidez de conocer y tocar todo, una avidez que se manifiesta en descargas que, por su intensidad y frecuencia, no es exagerado llamar eléctrica, y que hoy sabemos nunca perdió".

Julio Cortázar, otro escritor universal, advirtió sobre la primera novela de Fuentes: "No cualquiera es Ixca Cienfuegos, no cualquiera puede concentrar en una página la tremenda fuerza que son los destinos de la Zamacona, de Rodrigo Pola, de Robles". Cortázar tenía razón: no cualquiera es Carlos Fuentes.

Primero fue la ciudad, es decir, un país de claroscuros que se estrenaba en la modernización, pero seguía anhelando la tradición. Y luego, con los años, el continente entero. Fuentes los atrapó a ambos con su lenguaje y sus letras. Descubrió, enterró y desenterró sus múltiples espejos, los describió desde adentro y al hacerlo ayudó a construirlos.

Pero no le bastó con el pasado: su obra ha abierto la historia y el tiempo en la página del presente, la suya ha sido una literatura que tiene como personaje central a la nación y sus avatares. Sus letras han resistido el "canto de las sirenas", pero nunca han rehuido la interpelación de la historia. Lo mismo como crítico que como promotor de iniciativas ciudadanas --baste recordar al Grupo San Angel--, Fuentes ha sido testigo, cronista y promotor del nuevo tiempo mexicano.

Desde muy joven resolvió el enigma fatal de los intelectuales, su lugar dentro de la sociedad. Fuentes no marcha ni adelante ni atrás ni al lado, sino con la sociedad. No busca sustituir, sino participar; no impone sus ideas, las comparte.

Para Montaigne "el literato ha de vivir en un país libre o, si no, resignarse a ser un esclavo, temeroso siempre de que lo acusen ante su amo otros esclavos envidiosos...". Como Montaigne, Fuentes no conoció la resignación, por eso ha luchado por lo primero.

En sus primeros años dijo que "vivía para escribir la ciudad, escribía para vivir la ciudad". El oficio se convirtió en costumbre y hoy parece condenado a vivir para escribir su tiempo y escribir para vivirlo.

El Senado de la República otorga a Carlos Fuentes la Medalla Belisario Domínguez. Reconoce así la dignificación de la palabra y, con ella, de la historia que se construye en el espacio cotidiano, pero sobre todo reconoce su congruencia política, su contribución cívica, su compromiso inequívoco con un futuro incluyente.

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