Afro Cuban All Stars convirtió la plaza en un inmenso salón de baile


Son y danzón en el Zócalo

Pablo Espinosa * Los rostros eran de éxtasis. Colmado el Zócalo de la ciudad de México, la plaza mayor, de una muchedumbre enaltecida por su gran sonrisa, bailó, cantó, coreó las rumbas, los vítores a Cuba y México, gestó las gestas de una cultura popular recuperada. Una sonrisa gigantesca el Zócalo. En éxtasis descomunal. Una pista de baile gigantesca. Desde arriba, don Rubén González activa el piano, juguetea, y el danzón sobre un ladrillo se vuelve cadera que desplaza círculos como en vagón del metro, porque la muchedumbre se encuentra apretujada hacia el templete que ocupan bajo las nubes, bajo los rayos del sol, una veintena de músicos gloriosamente cubanísimos. Son las cinco de la tarde del domingo 3 de octubre. El director del Instituto de Cultura, Alejandro Aura, y Ninón Sevilla anuncian el concierto que la Afro Cuban All Stars dedica a los mártires del 2 de octubre de 1968. La música, entonces, es pira, volcán, muchedumbre en éxtasis.

Juan de Marcos, en traje color morado obispo, dirige un orquestón que suena a las grandes bandas cubanas de los años cincuenta, pero con sonido muy contemporáneo. Jazzeadito, clavado en el montuno, con acentos placenteros en cencerros y bongó, en requiebros sensualérrimos de boleros entonados con el corazón puesto en la palma de la mano que mira al cielo, brillante y límpido, mientras la mano de Omara Portuondo, la novia del filin, se unta a la mano del entrañable cantor nonagenario Ibrahim Ferrer: silencio, que están durmiendo los nardos y las azucenas y entonces el flugelhorn de José Miguel Greco hace del sol una caricia.

Buena Vista Social Zócalo. Como en toda buena orquesta all stars, el tremendo tumbao de la Afro Cuban All Stars despliega intervenciones solistas que, como dice la letra de Chan Chan, hacen que a la muchedumbre entera y mejor aún a los de oídos finos, se les caiga la babita y ejecuta enseguida, entero, ese emblema, un nuevo himno para la alegría del mundo: Chan Chan, la pieza de Compay Segundo puesta a toda velocidad y en ese timing de colosos, su graciosa majestad doña Teresita García Caturla es una nube blanca de cabello afrocubano y canta, baila, se desplaza cual Mercurio cuya buena nueva dice: la belleza ha vencido, nuevamente, al dios Cronos. Porque los sexa, septua, octa, nonagenarios que tocan y cantan junto a los de edades intermedias y a los jóvenes portentos, las cuatro generaciones de músicos en una sola orquesta entonan una rumba que vence siempre al tiempo.

Las nubes en el cielo, en tanto, comportáronse más que benévolas, benevolantes: volaron bien y, por lo tanto, no llovió. Cayeron, en cambio, toneladas de solfas calcinantes sobre las decenas de miles de cabezas que sobre la gran plancha del Zócalo bailaban. Megatones de adrenalina se pusieron a bailar a través del torrente sanguíneo de todos y cada uno de los mortales que veían y escuchaban crecer la alegría, puesta en la punta de las baquetas del mejor timbalero del planeta, don Amadito Valdés, mecida en las caderas de esa mujer de ébano, el contrabajo que abraza el sobrino de Cachao, y por lo tanto el segundo mejor contrabajista del planeta: Cachaíto López, acurrucada en la ternura, candor y sentimiento que anida en la voz de Omara Portuondo. Y así uno entre muchos momentos del éxtasis que durante dos horas tomó los cuerpos de decenas de miles en el Zócalo: Omara e Ibrahim cantando a dúo, en tanto el piano de Rubén González les tiende hamacas tejidas con hileras de perlas.

Atardece mientras suena un cha cha cha. Don Manuel Licea Puntillita, en consecuencia, puntillea; el cantante Luis Frank se sincera en un son; Aris Mosquera infla los cachetes detrás de una trompeta en el mejor estilo Dizzy Gillespie, pero lo que suena es como Miles Davis mojándose el tobillo bajo el malecón de La Habana. Entre el trinar de las trompetas, el rugido tenaz de los trombones, el bajeo imponente de Cachaíto López y el brillo de una guaracha, emerge un rumor de portento, un clamor de manada de bisontes en alegrísima estampida, una pulsión sexuada que crece, crece, crece y se vuelve volcán que estalla en mil pedazos y se convierte el Zócalo de la ciudad más grande del planeta en la sonrisa de éxtasis más gloriosa que orgasmo alguno, por metafórico que fuera, pudiera alguna vez soñar.

Anochece en el Zócalo. Juan de Marcos dirige ahora a la Afro Cuban All Stars en un ritmazo que tiende la mano de los cubanos de Cuba hacia los de Miami. Teresita García Caturla desciende de la tarima y, como lo hizo en el Auditorio Nacional, en la Alhóndiga de Granaditas y en Aguascalientes, baila y hace bailar a los mortales. Retornan Omara, Ibrahim, Rubén González, los nuevos ídolos del mundo. Estalla nuevamente la dicha bajo el volcán. Cae, entonces, la noche desmayada.