Manuel Vázquez Montalbán
La dama de hierro se convierte en la novia de Drácula
PERSEGUIDA POR LAS MEMORIAS de John Major, donde la Thatcher aparece como una conservadora reaccionaria hasta la visceralidad, tal vez para ocultar inseguridades derivadas de sus mediocres más que modestos orígenes sociales, la llamada dama de hierro ha reaparecido con todo su esplendor arremetiendo contra la justicia española. A pesar de que ha sido repetidamente invitada y entronizada por sus colegas españoles de la teología neoliberal, la Thatcher ha tenido que escoger ahora entre ellos y su antiguo socio, el general Pinochet, y ha procurado convertirse en la gran valedora del matarife chileno. La ex premier británica ha condenado la justicia española porque no ofrecería garantías para que Pinochet tuviera un juicio justo en caso de ser extraditado y el anciano general se convertiría en carnaza para una farsa de desquite. Según ella, el empeño del juez español Baltasar Garzón en la persecución de Pinochet se debe a que está asesorado por un puñado de marxistas que tratan de desquitarse de la derrota que les infligieron los milicos chilenos.
No se trata de una simple cuestión de enamoramiento, a estudiar dentro de las claves de la erótica del poder y que podría llevarnos a la conclusión de que Margaret Thatcher padece el síndrome de novia de Drácula. La ex jefa del gobierno británico le debe a Pinochet parte importante de su prolongada carrera política. Hemos olvidado que la pesadilla thatcheriana estaba a punto de terminar en el Reino Unido cuando los militares argentinos, borrachos de prepotencia y de grappa, desencadenaron la guerra de las Malvinas y pusieron a Margaret Thatcher al frente de un excitado patriotismo inglés. De la noche a la mañana la decaída premier, al borde de la dimisión o de las elecciones anticipadas, volvió a recuperar crédito social, y más cuando llegaban las noticias de las victorias inglesas a costa de un ejército argentino muerto de frío y de escasez, lanzado a la aventura con toda la maldad que puede reunir una junta militar aficionada al alcohol. La guerra se convirtió en una pura burla del Norte contra el Sur, subrayada por la acción de los gurkas, destacada tropa de elite del ejército británico que no opera lo que se dice con misiles inteligentes, sino con violaciones sexuales del enemigo, al que le suele atacar por la retaguardia, valga la metáfora.
Socio de tan gloriosa acción fue el general Pinochet, que obedeciendo los dictados de Washington, aliado de Margaret Thatcher, prestó importante infraestructura para que pudiera realizarse la cacería de jóvenes reclutas argentinos. Decía el escritor español Pío Baroja que los individuos pueden llegar a sentir piedad, pero los pueblos no. Y sobre todo cuando les llenan el cerebro colectivo con trompeterías de guerra y humos de victoria que les regalan la condición de pueblo escogido. Lo que Margaret Thatcher había perdido destruyendo los paradigmas sociales del Reino Unido, las señas de identidad de una clase obrera vencida y desarmada sindical, cultural y económicamente, como han reflejado las películas de Ken Loach, lo reconquistaba a base de sangre y gurkas.
No era lo única sangre en el expediente de este ángel exterminador con permanente. Durante su reinado la tortura fue una práctica habitual en el Reino Unido para reprimir la insurgencia irlandesa y la guerra sucia británica ha tardado décadas en convertirse en evidencia cinematográfica que cuenta con la Thatcher como cabeza de reparto de verdugos, torturadores y matarifes. Sus compinches de teología neoliberal nos la vendieron como la Dama de Hierro, la gracial señora de pronto superwoman que aplasta con su pie pequeño 200 años de prepotente movimiento obrero y devuelve a los poderosos el orgullo de serlo sin complejo de culpa.
No era, no es otra cosa que la novia de Drácula, una pequeña burguesa con miedo porque cada día la juzga la memoria de sus víctimas, próximas y lejanas. De ahí su complicidad con Pinochet y la basura que ha lanzado sobre un juez que pide explicaciones por víctimas españolas del genocidio pinochetista. Pinochet no fue sólo su socio. Fue su colega de holocausto, de aquel holocausto que se realizaba al mismo tiempo en los campos de exterminio de Chile, Uruguay, Brasil y Argentina y en los barrios obreros de Liverpool, Leeds o Manchester.