Ť Espectáculo de acrobacias en la Alhóndiga de Granaditas
Anhui desafió el espacio y el viento en Guanajuato
Renato Ravelo, enviado, Guanajuato, Gto., 11 de octubre Ť El circo es la otra realidad, la que se añora como posible.
Propiamente no lo es, pero es cierto que el grupo Anhui de China, con sus acrobacias, roza ese imaginario de lo imposible, de lo visible deseable.
La Alhódiga de Granaditas, como es domingo, está repleta de familias. Se trata quizá del día más guanajuatense de la semana, porque ya los más arriesgados saldrán a las 12 de la noche, en la última corrida, para no sufrir la primera corrida de la semana en clases. El cielo, además, muestra un color propicio para volar, para desafiar los vientos robustos y fríos, que vienen a acompañar y a juguetear con los chinos.
Los chinos, a su vez, vienen a desafiar el espacio. Empieza el espectáculo y así lo demuestran cuando traspasan aros cada vez más altos, de todas las formas imposibles: para adelante, para atrás, como medio quebrando la cintura, como terminándola de quebrar.
En el desafío del espacio, paradójicamente, el sentido del tiempo o del suspenso arropa. Se trata de crear el tiempo de la angustia cuando la malabarista tiene cinco candelabros en pies, brazos y boca y, de repente gira, no se caen y la vista dice sí cuando la razón prefiere callar.
Las sillas, entre una lista de malabares, que rondaron por la mujer farol, los tapetes giratorios, el vaso y los huevos, las contorsionistas y dos adorables niñas que jugaban a doblarse y montarse, fueron el verdadero suplicio para el auditorio dominguero, con algunos aventados que despreciaron la última corrida.
Fue tanta la crueldad mágica de ver una silla sobre otra y en ella una malabarista china, hasta formar ocho y elevarse para cubrir casi toda la altura del escenario, que el público al unísono calló, respiró y en el suspiro casi ayuda a los vientos que atentaban contra el equilbrio, contra ese dominio del espacio, que los chinos ejercían con una música triste, mal ecualizada, casi ridícula, que hacía la noche extrañamente hermosa.
Recordar a Bottesini
Los italianos de la Orquesta de Cámara de Mantova trajeron al Cervantino una obra poco común: el concierto para bajo y orquesta de cuerdas, Pasión amorosa, de Giovanni Bottesini. Sonidos cuidadosos del silencio que requiere notar el contrabajo.
Cuentan que Bottesini era pobre y talentoso. En el Conservatorio de Milán se terminaron casi todas las becas, por lo que tocó al que sería conocido como el ''Paganini del contrabajo" asumir su destino y aplicar su prodigio al instrumento base de la orquestación, y por lo mismo despreciado.
Gabriele Ragghianti interpreta el concierto que por bajos vuelos transita entre el espectro estrecho pero profundo de la gravedad. Los sonidos altos rinden homenaje mustio a la base y los dedos del contrabajista se estiran para marcar con fuerza los acordes y hacer chillar la musicalidad.
Silvio Bresso en el violín, a su vez, acompaña esa inmersión sonora del compositor que incluso, en vida y por la fama, llegó a pisar tierras mexicanas. Bottesini (1821-1889) supo encontrar la voz bella de lo básico y la orquesta de Mantova lo recordó.
La agrupación, a cargo de Carla Fabiano, interpretó la incursión que hiciera Bach con su perfeccionismo, en la suite francesa, con Roberto Fabiano a la flauta y Antonioli Antonella en el cémbalo.
La suite número 2 fue seguida del concierto en Do mayor para violonchelo y orquesta, que tuvo a Roberto Ranieri como solista, de Haydn. Para finalizar, se escuchó con esta pulcra agrupación, Simple Simphony, de Benjamin Britten.
La obra de Bottesini, por extraña, resulta el aroma que sobrevive a esa invasión gozosa del silencio, que fue el concierto de la Orquesta de Mantova.